Manuel González-Prada en 1915
Mercaderes
políticos
Manuel
González-Prada
Este artículo ha sido
encontrado entre los papeles del autor en la forma de un recorte impreso, en
prueba de galera; pero abrigamos la certeza de que no llegó a publicarse. Lleva
al pie la indicación “Lima, julio de 1915”. Clausuradas La Lucha (junio
de 1914) y La Protesta (octubre de 1914) por el gobierno del coronel
Benavides (véase el libro de González-Prada, Bajo el oprobio) sólo La
Prensa de Lima logró escapar al amordazamiento de los periódicos libres del
Perú durante ese régimen militar y mantener una campaña de moderada oposición.
Los caracteres tipográficos en que está compuesto el recorte de “Mercaderes
políticos” nos parecen corresponder a los linotipos de La Prensa de
1915.
Alfredo González-Prada
I
La proclamación de la
Independencia en 1821, cuando los realistas subyugaban la mayor parte del
territorio, no pasa de una música inefable, por no decir un bluff
continental. Nuestra emancipación no se debe a las frases de San Martín en
Lima sino a las lanzas de Bolívar en Junín y a los fusiles de Sucre en Ayacucho.
Después de 1821, los ejércitos reales dominaron dos veces en la capital. Sin
embargo, esa proclamación romántica significa para nosotros un acontecimiento
magno, como el ataque a la Bastilla para los franceses, como el 2 de mayo para
los españoles.
Al conmemorar el 28 de
julio, ocurre naturalmente la idea de ver lo realizado por nosotros durante los
años de existencia libre. Se puede sintetizar en pocas líneas: hemos seguido una
marcha diametralmente opuesta a la recorrida por la Naturaleza en la producción
de los seres: la vida comenzó por los animales inferiores y vino a culminar en
el hombre; nuestra evolución política empezó con los San Martín, los Bolívar,
los Sucre, y vino a parar en un Benavides.
II
Como los usurpadores
temen que los usurpados les obliguen a rendir cuentas, los gobiernos se afanan
por mantener inermes a las naciones. Aceptan la militarización al estilo de
Prusia, rechazan la miliciación a la manera de Suiza. La idea de
muchedumbres armadas les aterra. Hombres con el rifle del soldado, pero sin
haber sufrido la depresión moral de los cuarteles, constituyen una fuerza
amenazadora: tienen algo de una tormenta con voluntad o de una avalancha con
inteligencia. Los invasores mismos, aunque hayan desbaratado ejércitos poderosos
en sangrientas batallas campales, suelen vacilar ante la resistencia de la
población civil. De ahí las leyes bárbaras contra los francotiradores y la
destrucción de las ciudades hostiles.
La liberación de un
territorio por medio de la guerra puede originar la tiranía: el libertador,
elevándose a la categoría de ídolo nacional, sufre el mareo de la ambición y
sueña más de una vez en arroparse con el manto de César. Para las clases
privilegiadas, el advenimiento del cesarismo no implica una amenaza; por el
contrario, ellas miran en la implantación del régimen militar un freno a los
amagos de reivindicaciones populares y una seguridad en el usufructo de los
privilegios.
Pero esa misma liberación
del territorio suele ocasionar el encumbramiento de las muchedumbres, quiere
decir, una victoria de la democracia. Cuando un pueblo comienza por arrollar al
extranjero, adquiere conciencia de su poder y fácilmente concluye por hacer
justicia de sus opresores. Quien posee la fuerza realiza el derecho, “quien
tiene hierro tiene pan” (1).
Los ricos ven muchas
veces menos daño en la victoria rápida del invasor que en el triunfo lento y
gravoso de la causa nacional. Una batalla cuesta vidas; una resistencia de meses
y años cuesta no sólo vidas, sino destrucción de las propiedades, pérdida del
crédito. A la salvación de la patria, los burgueses acaudalados y los
aristócratas prefieren la conservación de sus casas, de sus haciendas y de sus
privilegios. Más le duele al rico perder su dinero que al pobre derramar su
sangre.
La posesión de la riqueza
origina el mismo estado psicológico en los poseedores, sea cual fuere su
nacionalidad, resultando más analogía entre un mandarín y un landowner
[hacendado] que entre el mismo landowner [hacendado] y un proletario
inglés. Los ricos del mundo entero pertenecen a una sola patria: El Dorado;
siguen una sola bandera: el negocio; y cuando blasonan de combatir por el bien
de la Humanidad o por el triunfo de una idea, sólo defienden el tanto por
ciento. Imaginarse que ellos fomenten las revoluciones radicales y patrocinen de
buena fe la emancipación de los obreros es acariciar un sueño romántico y
respirar el aire de otro planeta. Clases explotadoras favoreciendo a clases
explotadas se igualarían con un absurdo biológico, estómagos digiriéndose a sí
mismos.
Mas hay algo peor que los
ricos: los hambrientos de riquezas, los políticos mercantiles o mercaderes
políticos. Cuando esos hombres se adueñan del poder, hunden a las naciones: en
la paz, con las finanzas; en las luchas internacionales, con los tratados. El
Perú (la Cartago sin Aníbal) nos ofrece un
ejemplo.
III
Nuestros mercaderes
políticos dilapidaron los bienes nacionales y convirtieron al Montecristo de
Sudamérica en el mendigo de las bolsas europeas. Durante muchos años toda la
ciencia infusa de los hacendistas criollos se redujo a saldar el déficit con
préstamos concedidos por los consignatarios, préstamos que eran el mismo
dinero fiscal dado con interés subido. Nuestra historia financiera (si por
finanzas se entiende el pedir dinero para malversarle y no pagarle) se halla
escrita en los libros de corredores y banqueros, más o menos judíos: ahí, en el
haber, consta el precio de las conciencias nacionales. Nada o muy poco se
benefició el país con el guano y el salitre. Según Billinghurst, la explotación
de las guaneras desde 1841 hasta 1879, produjo cerca de ochocientos millones de
soles; y de esa suma, solamente diez y ocho a veinte millones fueron invertidos
en obras públicas. La riqueza nos sirvió de elemento corruptor, no de progreso
material. La venta del guano, la celebración de los empréstitos, la construcción
de ferrocarriles, la emisión de los billetes y la expropiación de las salitreras
dan margen a los más escandalosos gatuperios. Los contratos con Dreyfus, Meiggs
y Grace equivalieron a la celebración de grandes ferias donde figuraron como
artículos de venta y cambalache, los diarios, los presidentes de la República,
los Tribunales de Justicia, las Cámaras, los ministros de Estado, los cónsules y
demás funcionarios públicos. Al ver que en pocos meses y hasta en pocos días
algunos improvisaron riquezas fabulosas, cunde en todas las clases sociales el
morboso deseo de enriquecerse: crece una verdadera neurosis metálica. Ningún
medio de adquirir parece ilícito. Las gentes se habrían arrojado a un albañal,
si en el fondo hubieran divisado un sol de oro. Los maridos venden a sus
mujeres, los padres, a sus hijas, los hermanos a sus hermanas, etc. Meiggs tiene
un serrallo en las clases dirigentes de Lima. No le faltan ni los
eunucos.
Cegadas hoy las
principales fuentes de la riqueza nacional y cerrado el ciclo de las vastas
operaciones financieras, solamente quedan los negocios de menor cuantía, los
mercados de poca monta, las sisas de cocinera, algo así como las sobras del
festín, los desmenuzos del pastel, las raspaduras de la olla. A la dentellada de
los grandes paquidermos sucede el mordisco de los pequeños
roedores.
Algunos europeos se
figuran que los latinoamericanos vivimos en una serie interminable de luchas
heroicas por la libertad y el derecho. Otros se imaginan que sufrimos
continuamente la opresión de bárbaros tan bárbaros como los emperadores de la
decadencia romana. Salvo una que otra fiera guarecida en el Palacio de Gobierno,
el Perú no ha contado sino mercaderes con espada o frac. Asaltar la presidencia
pareció a los Benavides y congéneres medio más seguro de obtener dinero que
terciarse un rifle y salir a los caminos. Verdad, tenemos un Chinchao, un Tebes,
dos Santa Catalina, un Guayabo, un Pazul, un Napo, etc.; pero en nuestras
contiendas civiles, más que brazos repartiendo la muerte, fuimos dedos
arañándonos en el fondo de un saco.
IV
Si gracias a los
políticos mercantiles nuestra vida normal se resume en el despilfarro y la
bancarrota ¿se condensa en algo mejor durante las conflagraciones
internacionales? Olvidemos Ingavi y el Portete, recordemos vergüenzas más
cercanas.
En la guerra con Chile no
imitamos a los holandeses de 1673 ni a los rusos de 1812: estábamos lejos de los
hombres que anegaban territorios para cerrar el paso a los ejércitos de Luis
XIV, de los que talaban campos y quemaban ciudades para matar de hambre y frío a
las huestes de Napoleón. Los militares, los eternos succionadores de los jugos
nacionales, los obligados a defender el país, ofrecen el mal ejemplo. ¿Qué hacen
algunos de los jefes enviados al Sur para organizar la victoria? Hurtan los
fondos destinados a la tropa, juegan, beben y agotan en brazos de mujerzuelas el
vigor que deberían gastar en los campos de batalla. La responsabilidad inmensa
no les modifica: permanecen los mismos, los que antes de la guerra vivían
enriqueciéndose con plazas supuestas en los batallones, aprendiendo Táctica y
Estrategia en las antesalas de los presidentes, ganando ascensos merced a la
protección de faldas libidinosas, haciendo grotescas sediciones pretorianas y no
sabiendo ni sostener a los amos, pues se dejaban derrotar por desordenados
pelotones de montoneros. Así desaparecieron, con todos sus generales y todos sus
coroneles, los “formidables ejércitos” de Echenique, Pezet, Prado y
Cáceres.
Chile encuentra allanado
el camino a la victoria y la conquista. El ejército peruano (si ejército se
llama la aglomeración de indios semiconscientes arreados por jefes moralmente
inferiores a ellos) no resiste el empuje de los batallones chilenos. Tampoco
resiste la reserva o milicia compuesta de unidades intelectualmente superiores a
los individuos de tropa. La ruina se consuma: todo se desploma en la sangre y el
fango, a pesar de los heroísmos individuales y colectivos, porque si existen un
Grau y un Bolognesi, no faltan indiadas que al rifle chileno oponen la honda y
el rejón.
Que el país, sin buenos
soldados ni guardias nacionales bien organizadas, estuviese a merced del enemigo
tradicional, les importaba muy poco a nuestros mercaderes políticos. Sabían que,
hundido el Perú, ellos salvarían del naufragio y saldrían a flote, con el talego
en la mano. Si no ¿cuál de ellos muere en el campo de batalla? Los ajenos al
peculado, los limpios de toda mancha, los puros, los inocentes en fin, ésos
sirven de víctimas expiatorias, ésos escuchan la voz de llamada y caen bajo las
balas chilenas. Cuando los políticos mercantiles no huyeron a tierras lejanas,
llevándose el cofre de Harpagón, se quedaron para infundir el desaliento,
desertarse de los reductos, sostener la conveniencia de la paz a todo trance,
conglomerarse alrededor de Iglesias, defender el pacto de Montán y concluir el
tratado de Ancón. Se quedaron también para vivir en relaciones íntimas con los
incendiarios de Chorrillos y repasadores de los reservistas heridos en
Miraflores.
¿Hay algo tan oprobioso y
nauseabundo como la actitud de Lima durante la ocupación chilena? Aquí no sopla
una sola ráfaga del orgullo paraguayo; y se concibe: los envilecidos con la
lluvia de oro no podían ennoblecerse con la derrota y la opresión. Se patentiza
la acción deprimente de los mercaderes políticos. Hombres –y no del pueblo–
estrechan la mano de los invasores, les sirven de satélites, empleados sumisos,
espías, alguaciles, delatores, consejeros en la imposición de los cupos.
Jóvenes decentes les pilotean en las casas de prostitución, cuando no les
ofrecen en la familia propia lo que se vende en los prostíbulos. Mujeres de todo
linaje les prodigan entrañables y fecundas manifestaciones de cariño.
Mientras el Perú sufre una crucifixión y sangra de Norte a Sur, las hembras de
la capital se abrazan con los chilenos y engendran unos cuatro o cinco mil
bastardos. Siguiendo el instinto del sexo, prefieren el vencedor al vencido, el
valiente al cobarde. Merecen disculpa.
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