sábado, 8 de mayo de 2021

Alberto Tauro del Pino, personaje ilustre de la Provincia Constitucional del Callao, Perù

Nació en el Callao en 1914, estudió en la Facultad de Letras de San Marcos, de la cual egresó optando el título de Bachiller y Doctor, y posteriormente completó sus estudios en la Facultad de Derecho.

https://es.wikipedia.org/wiki/Alberto_Tauro_del_Pino

Estudios històricos de Alberto Tauro del Pino.


Crónicas de Japón

POR ALBERTO TAURO DEL PINO

Desde Vancouver se insinúa ante los ojos del viajero la proximidad

del Oriente, porque su recepción está parcialmente a cargo

de personal en cuyos rasgos se perciben los ancestros asiáticos.

Ya destacan chinos, japoneses y aún hindúes entre los que

aguardan en el aeropuerto. Cuando el avión se eleva, a las 10

de la noche, el firmamento luce un tono plúmbeo; y a la distancia

se percibe una engañosa franja blanquecina, o destella en el

horizonte una hermosa gradación de matices rojos. Durante largas

horas volamos hacia el norte, a un extremo occidental de

Alaska, donde la noche sobrecoge, pues —aunque corta en el verano—

es negra, silenciosa y fría. Luego se endereza el rumbo

hacia Tokio. Sólo se percibe quietas y sombrías masas de nubes,

hasta que la luz empieza a despuntar. Pero se diría que el alba

es un espejismo, porque pasan las horas y no se altera su tenue

luminosidad. Aún sopla la brisa fresca, y aún se extiende su claror

opalino, cuando la travesía concluye.


TOKIO


Tokio es una ciudad grande, y desconcertante. En 1959, su

población ha pasado ya de 9 millones; y sus calles, ordinariamente

congestionadas, son a veces ocupadas por mareas humanas

que las luces del tránsito ordenan. Es una urbe en la cual destacan

las moles de los grandes edificios, a cuyo lado se acurruca

a veces la tímida y orgullosa jerarquía de una casa tradicional.

Su formación parece obedecer a sucesivas agregaciones de calles,

barrios y aún pueblos, porque su traza es confusa, tortuosa,

laberíntica. Aùn las grandes avenidas desafían toda perspectiva,

pues son pocas las que presentan en línea recta más de tres

o cuatro cuadras; y en medio de éstas se abre con frecuencia una

vía informal, con curvas y ángulos caprichosos, que brinda insospechado

retiro a los hogares que en ellas abren sus hospitalarias

puertas. Inclusive hay calles virtualmente circulares. Y la

nomenclatura no ayuda a orientarse, porque tradicionalmente tuvieron

denominaciones los barrios o las intersecciones de las calles;

y aunque hace pocos años se las ha aplicado a ciertas vías

principales, no se ha extendido el uso de la numeración domiciliaria

y la ubicación se hace por referencia. Se necesita la experimentada

asistencia de un guía para penetrar en las tensas actividades

de la ciudad.

Felizmente, el japonés está dotado de una espontánea cortesía.

Atiende cuanto se le pregunta y se esfuerza por responder

con exactitud. Alguna vez me ha ocurrido que al preguntar a un

viandante, y no poder explicarse éste en forma adecuada a mi

ignorancia del idioma, se ha brindado a servirme de compañía

hasta el lugar deseado. A la gente común se la ve laboriosa, y

honesta; a la juventud, ostensiblemente altiva y vivaz; a los hombres

maduros, en una actitud reflexiva y algo ensimismada. No

hay mendigos, porque todos hacen algo para ganarse el sustento;

y no suelen ser aceptadas las propinas, porque se las juzga

como una limosna que rebaja a quien la acepta. Viejos y viejas,

quizá inhábiles ya para el trabajo, llevan a la espalda un cesto

donde arrojan papeles y otros desperdicios que van colectando en

las calles, y en los umbrales de un tenducho vi alguna vez reunida

una apreciable cantidad de tales cestos, cuyo contenido era

examinado y clasificado por varios individuos. La miseria no da

reposo, pero no priva a las gentes de su dignidad.

Como corresponde a ciudad tan grande y gentes tan activas,

por todas partes se halla negocios y talleres. Son particularmente

interesantes los pequeños, porque en ellos se revela un significativo

aspecto de las costumbres. A su instalación se consagra

de ordinario la entrada del hogar doméstico, separada de la calle

por una mampara o abierta a la curiosidad de los transeúntes;

y dentro se percibe la estera —o tatami— que cubre el piso

de la habitación familiar. Aùn los propios negocios presentan

a veces una plataforma ligeramente elevada, desde la cual atienden

descalzos los dueños o con los pies embutidos en blandas

pantuflas; y allí ejercen su artesanía, sentados sobre el tatami, o

en cuclillas, o en alguna postura personal. A veces denotan una

especialización máxima. Y donde quiera se hallen, otorgan carácter

al ritmo urbano.

Usualmente es breve y cansino el paso de los japoneses, porque

suelen usar un calzado rígido, consistente en una plataforma

de madera que descansa sobre dos gruesos listones trasversales,

y que se adhiere al pie mediante ligaduras semejantes a las

empleadas en las sandalias. Lo llaman "guehta", y lo usan tanto

mujeres como hombres. No permite la flexibilidad del paso, ni

la correcta articulación de la rodilla; y, si bien es práctico en cuanto

aisla de la lluvia, sòlo da margen a un paso corto, que exige

asentar pesadamente el pie o favorece la costumbre de arrastrarlo.

Las mujeres calzan también una especie de sandalias, con

suela gruesa o elevada en los talones mediante una cuña y que

recibe el nombre de zori. En ambos casos puede llevarse el pie

desnudo; pero en las mujeres es frecuente el uso de una media

corta, predominantemente blanca y fabricada con tela de algodón

(que recibe el nombre de tabi), y en la cual está separado el

pulgar de los dedos restantes, porque entre uno y otros debe insertarse

el cordón que la fija. En verdad, es gracioso y con cierto

donaire el paso menudo de las mujeres jóvenes, envueltas en un

kimono vistoso y calzando guehta o zorí, pues en ellas se cifra

una nota de color y ensueño; y quizá da aquel una viril dureza

al andar de los hombres. Pero a las personas provectas ( maduras ), las hace

parecer cansadas, vegetativas, mecánicas. Y si la vida cotidiana,

tanto como el sentido estético de las mujeres, van cambiando

esta faz de las costumbres, debe reconocerse que a ello

oponen un freno el bajo precio de guehta o zori (que escasamente

equivale a la quinta o sexta parte del fijado al calzado occidental),

el hecho de permitir estos la libre expansión del pie y parecer

por ello más confortables, y la adhesión a los usos tradicionales

que nostálgicamente mantienen los mayores.

La mujer desempeña labores que en otras partes le están vedadas,

tales como la cobranza en los vehículos de trasporte colectivo

y la limpieza de calzado. Ha superado los prejuicios de

otros tiempos, y se educa al lado del hombre. Ha adoptado las

modas occidentales para el trabajo y el tráfago callejero. Pero

sólo por excepción divisé cogidos de la mano a dos jóvenes enamorados,

y no he visto que un hombre lleve del brazo a una mujer. Esta mantiene 

una discreta y sumisa cortesía ante los varones;

a su lado se la ve a veces con la mirada reticente, el mentón

inclinado hacia el pecho y las manos unciosamente (devotamente), unidas

debajo del busto; y parece obvio que en la vida familiar continúa

su absoluta subordinación. En las reuniones formales, tanto como

en los espectáculos artísticos, su vestido de gala es el kimono; y

en las vías urbanas usan el tradicional vestido las ancianas, o las

mujeres que tal vez atienden sólo a sus quehaceres domésticos.

Libros especiales detallan el arte de confeccionar y vestir un kimono;

y en sus líneas ampulosas, en su preciosismo, en su contribución

al recato de las formas, parece hallarse un símbolo del

firme arraigo que en el pueblo japonés tienen sus viejas costumbres,

no obstante el aparente entusiasmo con que han incorporado

a su existencia cotidiana los usos de Occidente. Estas forman

quizá una cascara, bajo la cual se repliega el alma profunda y

mística del Oriente.


Continuarà........



Jòvenes japonesas

Trànsito sobre tatami




Ashikaga,Tochigi,JP



viernes, 7 de mayo de 2021

Cuentos y leyendas japoneses

(Nota para mis lectores: si  para su lectura les dificulta la fuente de escritura me lo hacen saber. De esta forma estaremos màs còmodos.) 

Fuente :  ePub r1.0       Titivillus 26.04.17 EPULIBROS - ANONIMO


Cuentos y leyendas japoneses


Esta obra presenta una selección de las historias más significativas y transmitidas

de la literatura popular japonesa. Sus temas van desde el humor a la tragedia,

pasando por los relatos de magia y culminando con dos epopeyas que forman

parte del patrimonio cultural más propio del país. La finura y cuidado de la

literatura japonesa se manifiesta incluso en estos anónimos escritores que aún en

la narrativa popular adoptaban las formas más refinadas, poniendo de relieve la

elegancia de estilo que ha hecho pensar que la literatura del Japón era obra de

aristócratas. Esta publicación constituye un intento de aproximación a una

milenaria cultura todavía desconocida en muy buena parte por los lectores

occidentales.

A pesar de la indudable riqueza y el peculiar atractivo de la literatura japonesa, ésta no

se conoce demasiado en Occidente.

Las razones de esta ignorancia son fundamentalmente lingüísticas, ya que lo intrincado

del idioma japonés dificulta las traducciones y consiguientemente el acercamiento a las

manifestaciones literarias.

Por otra parte, existe en Occidente la difundida creencia de considerar a los japoneses

como una raza de meros imitadores sin personalidad propia para crear ninguna obra

artística genuinamente suya. En el campo de la literatura, suele considerarse al Japón

imitador de China; sobre este punto sería imposible negar el enorme papel que tuvo China

en el desarrollo de la civilización japonesa, pero todo lo que el Japón tomó de China fue

considerablemente modificado por el temperamento japonés fundamentalmente distinto

del chino.

La literatura japonesa es predominantemente de tono aristocrático; fue frecuente en

ciertas épocas que florecieran las literaturas cortesanas en los palacios de los emperadores

y shogunes, donde prácticamente todos los nobles se entregaban al ejercicio de la

composición poética. Ello no quiere decir que no haya habido baladas y narraciones

populares; prueba de ello es la presente colección de cuentos y leyendas, pero, aún en este

género de obras se manifiesta probablemente una mayor elegancia que en sus equivalentes

occidentales; la literatura japonesa no es, pues, aristocrática en el sentido estricto de haber

sido obra de los aristócratas, sino que en su mismo estilo puede observarse, hasta en la

literatura vulgar, una tendencia casi constante a adoptar las formas más refinadas.

Los géneros literarios más sobresalientes y a los que nos referiremos con cierto detalle

son la poesía, el teatro y la novela, pero en Japón se desarrollaron otros géneros tales

como el diario, la narración de viajes y el libro de pensamientos con más facilidad que en

otros países, debido quizás a su estructura aparentemente privada de forma, puesto que el

escritor japonés suele ser como el pintor impresionista que produce una impresión de

realidad a partir de pinceladas, aparentemente arbitrarias, de diversos colores.

Así, los incidentes inconexos del relato japonés nos dejan, al mezclarse unos con otros,

un conocimiento impreciso de su vida.


EL VIEJO QUE HACÍA FLORECER LOS ÁRBOLES

 Hace muchos, muchos años, un viejo leñador que vivía en una pequeña aldea a la orilla de un gran bosque, salió por la mañana como era su costumbre diaria a cortar unos árboles para el señor de la provincia. Cuando estaba a medio camino observó a un pequeño perro blanco que estaba tumbado a la vera del sendero. El animal estaba delgado y esmirriado y no tardaría mucho tiempo en morir de hambre y de frío. El sufrimiento de la criatura movió la piedad del leñador quien lo cogió en sus manos, lo puso tiernamente en el regazo de su quimono y se volvió a casa. Su esposa vino corriendo hacia él sorprendida de que volviera tan pronto, y le preguntó qué había pasado. Como respuesta, el hombre descubrió al pequeño perro y se lo mostró a su mujer. —¡Pobre perrito! —exclamó ella enternecida—. ¿Quién ha podido ser tan cruel contigo? ¡Y qué inteligente pareces ser con tus claros y brillantes ojos y tus orejas vivas y alertas! Unos viejos como nosotros te tendrán a gusto en su casa. —En efecto, así es —murmuró el anciano que estaba deseando tenerlo como mascota. Llevaron pues adentro al perro, lo colocaron en el suelo de paja y se pusieron en seguida a atender su enfermedad. Con estos cariñosos cuidados el pequeño perro se puso bien del todo y fuerte. Sus ojos brillantes resplandecían, sus orejas se enderezaban al más mínimo ruido, su hocico estaba siempre moviéndose de un lado para otro, curioseándolo todo, y su pelo se cubrió de tal blancura que la anciana pareja le llamaba Shiro, que significa blanco. Como quiera que los ancianos no tenían hijos Shiro fue tan querido para ellos como un hijo y el animal seguía a los viejos adonde quiera que iban. Un día de invierno el anciano cogió el azadón, lo echó sobre su hombro y marchó al huerto a coger unas verduras. Shiro, a quien siempre le alegraban enormemente estas ocasiones, saltó y brincó alrededor de su amo haciendo grandes círculos, y luego pegó varías carreras hacia las zanjas y los matorrales. Cuando llegaron al campo echó a correr tan locamente como siempre y ladró de placer al arrojarse sobre la maleza. De repente se detuvo. Sus orejas se alzaron y se pusieron erectas y todo su cuerpo se avivó y tensó. Con el hocico en el suelo echó a andar lentamente hacia la empalizada que había cerca de una de las esquinas del huerto. Su hocico se contrajo olfateando encima de un montoncito de tierra. De pronto empezó a escarbar furiosamente apartando la tierra y echándola para atrás con sus patas. Su fuerte y excitado ladrido atrajo la atención del anciano que se hallaba en la otra puerta del campo, y pensando que Shiro tenía que haber descubierto algo muy extraordinario para que se comportase de aquella manera, echó a correr hacia donde estaba el animal para ver qué era aquello. El hombre cogió su azadón y empezó a cavar en el agujero que había abierto Shiro, y apenas había pegado dos golpes con la herramienta cuando una lluvia de monedas de oro empezó a manar como si fuera de un manantial invisible y a llenar el aire. El anciano se echó para atrás sorprendido y volvió corriendo a su casa para que su mujer viera el milagro. Sin embargo su vecino, un hombre avaricioso y de mal genio que también había sido atraído por los ladridos de Shiro, había presenciado esta maravilla increíble desde la otra parte de la cerca de bambú que separaba sus campos. Sus ojos resplandecieron de codicia y casi no pudo controlar sus crispadas manos. Muy astutamente adoptó una voz amigable y rogó a los ancianos que le prestaran el perro durante el día. Corteses y bondadosos como eran, y siempre dispuestos a prestar servicios, el anciano levantó a Shiro, le dijo que se portara como un buen perro y se lo entregó al vecino por encima de la empalizada. Al notar la mala naturaleza del hombre, Shiro se negó a seguir a su amo temporal. Se echó al suelo temblándole el cuerpo de miedo. El vecino lo acarició y le gritó, le gritó y lo acarició, pero sólo para conseguir que el temor de Shiro aumentase más. Cada vez más colérico por su parte, el hombre ató una cuerda alrededor del cuello de Shiro y lo llevó arrastrando hasta un rincón de su huerto en el que lo ató a un árbol, y lo hizo tan apretado y dejándole tan poca cuerda para moverse con libertad, que la pobre criatura se vio forzada a estar echada en una postura agonizante. Su garganta estaba tan constreñida por la cuerda que ni su verdadero amo podía oír sus débiles ladridos. —Ahora —dijo el malvado vecino—, ¿dónde está enterrado? ¿Dónde está enterrado? Búscamelo o te mataré, despreciable sabueso. Furioso, golpeó la tierra ante el hocico de Shiro. La hoja del azadón se hundió en la tierra y chocó contra algún objeto metálico. El arisco hombre se enderezó tenso. Sus ojos se ampliaron en ávida expectación. Al momento siguiente estaba arañando la tierra con ambas manos en medio de un frenesí de avaricia. Sin embargo, cuando no pudo desenterrar más que viejos andrajos, zuecos de madera y tejas rotas, su furia se hizo incontrolable. Agarró el azadón otra vez y golpeó salvajemente a Shiro, que en aquel instante se quejaba y se ponía a cubierto aterrorizado al pie del árbol. El golpe hirió cruelmente al animal, pero también cortó la cuerda que le sujetaba, por lo que el perro echó a correr en angustiados círculos, herido por el tajo y aullando de dolor. Su verdadero amo, atraído ahora por sus ladridos, corrió hacia la cerca, y al ver lo que estaba ocurriendo se llenó de pena. Shiro atravesó la cerca y su amo lo cogió cariñosamente en sus manos. —Shiro, mi pobre Shiro, ¡qué cosa tan terrible te ha ocurrido! ¿Podrás perdonarme? ¿Podrás perdonarme mi cruel error? —lloriqueó el anciano. Pero Shiro se apretaba temblando contra él. El hombre regresó tristemente a su casa con su mascota. Allí te bañó y curó su herida y le dio de comer su comida preferida. Sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos, el azadón de su infame vecino le había herido tan gravemente que el animal murió aquella misma noche. Los ancianos quedaron traspasados con su pérdida. Aquella noche no pudieron dormir y por la mañana temprano, con gran dolor y triste amargura, enterraron a su pequeña mascota en el rincón del huerto donde había ocurrido el milagro de Shiro. Sobre su tumba el anciano puso una pequeña lápida y junto a ella plantó un pino joven. Todos los días la anciana pareja iba a la tumba y de pie, con las cabezas inclinadas, lamentaban la pérdida de su amigo. El árbol creció con una rapidez increíble. En una semana sus ramas daban sombra a la tumba de Shiro; a los quince días ya se necesitaban dos personas con los brazos extendidos para poder rodear su tronco; y al cabo del mes las hojas de su copa parecían barrer el cielo, tan grande estaba ya. Todos los días el anciano se asombraba ante esta nueva maravilla y decía: —Mujer, esto es sin duda otro milagro. Nuestro pequeño Shiro ha muerto, pero su espíritu ha penetrado en este árbol. Su esplendidez y exuberancia no pueden morir. Se ha convertido en la savia de este magnífico árbol y está brincando furiosamente en sus hojas y ramas. Estoy seguro de que es así. Y miraban al árbol con renovado asombro. Las noticias del rápido desarrollo del árbol se extendieron en seguida. Desde los lejanos valles y montañas acudían diariamente gentes con el propósito de contemplarlo. Doblaban el cuello hacía atrás y forzaban los ojos para ver sus ramas más altas, ahora sumergidas en el halo del cielo. Movían sus cabezas y se susurraban unos a otros que no podía ser, pero luego volvían a levantar las cabezas para mirar otra vez y no podían dudar de lo que estaban viendo sus ojos. Un día de invierno la anciana dijo a su marido: —Marido, ¿te acuerdas de cuánto le gustaban a nuestro pequeño Shiro los pastelillos de arroz? ¿No crees que sería una buena idea confeccionar un buen mortero del tronco del árbol de Shiro y hacer pastelillos de arroz para ofrecerlos en su tumba? —¡Es una idea excelente, fantástica! —replicó excitado el marido—. Lo haremos como tú dices. E inmediatamente empezó a afilar su enorme hacha. Durante la mañana y la tarde siguiente estuvo trabajando, cortando lentamente el enorme tronco. Al fin, con una última y poderosa oscilación, el majestuoso árbol crujió y cayó a tierra con un rugido tan poderoso que se tuvo que oír en los rincones más apartados del Japón. De las hábiles manos del anciano salía poco después un bonito y elegante mortero que pronto estuvo dispuesto para recibir y moler el resplandeciente y blanco arroz. Con los corazones llenos de amor y cariño hacia la memoria de su pequeño amigo, la anciana pareja empezó a machacar el arroz con sus manos de almirez con el fin de convertirlo en harina antes de cocerlo. Pero apenas habían machacado poco más que una cazuela llena de granos de arroz, cuando ante sus asombrados ojos todo el puñado de grano se convirtió en un resplandeciente montón de monedas de oro. ¡Cómo se maravillaron! ¡Y con cuánta vehemencia hablaron de su buena fortuna a sus vecinos quienes se alegraron muchísimo de que a los ancianos les hubiesen caído tales riquezas! Bueno, todos los vecinos se alegraron menos uno, claro, el hombre irascible que tan cruelmente había matado al pequeño Shiro. Apenas podía contener su avaricia, al oír la historia del mortero mágico. Al día siguiente fue a la casa de la anciana pareja, los aduló, los lisonjeó y fingió gran pena al decir: —Desde la muerte de vuestro pequeño perro estoy lleno de un gran remordimiento. Un gran remordimiento, buenos vecinos, porque siento que tuve yo la culpa. De noche y de día pienso que si sólo existiera una manera de demostraros lo que siento y de probaros de alguna forma lo arrepentido que estoy, lo haría contento. Hoy, con toda humildad, he venido a pediros perdón. Me agradaría muchísimo hacer pastelillos de arroz para ofrecerlos en la tumba del pequeño Shiro. Pero ¡ay! mi mortero es demasiado viejo, y yo demasiado pobre para comprar uno nuevo. ¿No me prestaríais vosotros, bondadosos amigos, vuestro mortero por un rato para que yo pueda hacer mi pequeña ofrenda a nuestro amiguito? El afecto y la credulidad de los ancianos quedaron conmovidos profundamente ante esta falsa charla, y creyendo que estaba sinceramente arrepentido, permitieron al sutil bribón que se llevara consigo el mortero. Al llegar a su casa no perdió tiempo en monsergas y se puso a preparar las tortas. Junto a su esposa, igualmente avariciosa, echó el arroz en el mortero y los dos se pusieron a machacarlo. Siguieron y siguieron machacando pero el oro no apareció y los dos gritaron furiosamente: —¡Miserables granos, transformaos en oro, transformaos en oro! Y machacaron más vigorosamente que antes. «Don-don, don-don» decían sus manos de almirez, y los granos volaban en todas direcciones pero de ellos no salía ni una sola moneda de oro. Sus fuerzas estaban ya a punto de sucumbir cuando de repente el arroz molido empezó a moverse y a transformarse. —¡Está cambiando! —aulló el viejo pícaro. —¡Seremos ricos! —gritó su esposa. V se pusieron a bailar de placer alrededor del mortero. Pero en lugar de aparecer un brillante montón de oro, vieron con horror que no salían sino viejos andrajos, zuecos de madera y tejas rotas, exactamente igual a lo que había desenterrado en el campo. Tanta rabia le dio al hombre que agarró su destral y de un solo golpe partió en dos el mortero. Su esposa cogió otro destral y frenéticamente convirtieron en pedacitos las dos mitades del mortero. Encendieron un fuego después, arrojaron en él los trozos y se pusieron a contemplar cómo se convertían en cenizas. Al día siguiente el anciano fue a pedirles el mortero, pero el vecino le dio una grosera respuesta. —El mortero se rompió y quedó inservible. Al primer golpe de mi mano de almirez se partió por la mitad, así que lo hice leña y lo eché al fuego hasta que se convirtió en cenizas. Si éstas te sirven de algo, cógelas. Están en el horno. Con estas ásperas palabras el vecino le volvió la espalda y se negó a decir nada más. El anciano estaba desolado. Primero miró a su vecino y luego al horno. No había cólera en su corazón, sólo una honda tristeza. —Primero mi querido Shiro, ahora mi maravilloso y nuevo mortero —se lamentó para sí—, ¡Hombre insensible y sin sentimientos!, pero ¿qué se le va a hacer? Nada, no, nada puede devolvérmelos. Sólo quedan las cenizas. Pero son las cenizas de mi pequeño perro; porque ciertamente el mortero estaba hecho con su divino y maravilloso espíritu. Las cogeré y las enterraré junto a él. Sin duda se alegrará de saber que su espíritu vuelve a él. El anciano recogió las cenizas en una talega de arroz y se volvió lentamente a su casa preguntándose lo que diría su mujer acerca de este nuevo desastre. Apenas había andado la mitad del camino cuando de un pinar cercano se levantó una suave brisa que danzó momentáneamente entre los árboles para remolinear luego alrededor del talego de arroz, levantarlo y expandir las cenizas en el aire. La brisa murió con tanta rapidez como se había levantado y las cenizas flotaron como copos de nieve sobre las frías y desnudas ramas de los árboles invernales. Pero cosa maravillosa, allá donde se posaban las cenizas las ramas desnudas rompían en una profusión de hojas y flores y pronto por todos los alrededores del anciano la tristeza del invierno se había transformado en la alegría de la primavera y el aire se llenaba del perfume de las flores que se abrían. El anciano se volvió lentamente para presenciar este nuevo milagro. Alargó su mano para tocar las hojas y los pétalos y asegurarse de su realidad. Lentamente dio una vuelta y otra y otra, con los ojos sumergidos en el tierno verdor y su olfato lleno de la fragancia de mayo. De repente echó a correr excitado hacia su aldea. —¡Mirad, mirad! ¡El viejo jardinero puede hacer florecer los árboles! ¡El viejo jardinero puede hacer florecer los árboles! ¡Mirad, mirad! —gritaba mientras que seguía cogiendo cenizas y poniéndolas sobre cada árbol y arbusto y viendo cómo éstos abrían sus capullos allá donde caía la ceniza. Y sucedió que el señor de la provincia, acompañado de sus ayudantes, estaba haciendo un viaje de inspección por la provincia. Atraído por los gritos del viejo y por la multitud que rodeaba a éste, el señor detuvo su caballo y mandó a uno de sus criados que fuese a enterarse de lo que pasaba. Mientras tanto el anciano, cuya alegría se había desatado con el nuevo y maravilloso poder que poseía, se había subido a un cerezo y al tiempo que cantaba arrojaba la ceniza en cada rama para que las flores rosas y blancas mostrasen ante ellos toda su esplendidez. El criado del señor lo llamó. El anciano descendió del árbol y fue llevado a presencia del señor. Humilde y simplemente relató su historia, y cuando demostró el milagro de la ceniza el señor se llenó de gran contento y elijo: —¡Maravilloso! ¡Verdaderamente maravilloso! Un hombre que hace que las flores le sigan como una sombra. ¿Dónde habrá otro que posea un don de tanta belleza? Anciano, te voy a recompensar. Y el señor descendió del caballo. Un ayudante trajo una mesa y sobre ella colocó una rara bolsa de brocado llena de monedas de oro. El mismo señor se la ofreció al anciano quien, inclinándose primero hasta el suelo, la tomó con humilde reverencia. Como apenas podía esperar más para irse a su casa y contarle a su esposa el milagro de las cenizas y el honor que le había dispensado el señor de la provincia, echó a correr llevando fuertemente asida la bolsa, lleno de alegría y riendo de placer. Pero el codicioso vecino que había sido testigo de todo el suceso, se llenó de amargura y resentimiento. Volvió corriendo a su casa y abrió la puerta del horno. Sin duda, pensó, que dentro habrían quedado rastros de las cenizas y quizás también en el suelo. Llamó a su esposa y juntos recogieron en una talega todo lo que había quedado. Con la talega bajo el brazo echó a correr y esperó a la orilla del camino por el que habían de pasar el señor y su séquito. El sonido de los cascos de los caballos le advirtió que la comitiva se estaba aproximando. El hombre se subió rápidamente al árbol más cercano y empezó a canturrear para sí y a gritar: —¡El viejo jardinero puede hacer florecer los árboles, el viejo jardinero puede hacer florecer los árboles! ¡Mirad, mirad! O sea, exactamente igual que había hecho antes el anciano. El señor llegó con su caballo hasta el árbol y mirando hacia arriba, dijo: —¡Qué! ¿Así que tenemos otro milagrero en esta aldea? Éste no es ciertamente el mismo viejo que he visto antes. ¡Eh, tú! ¿Eres otro que puede hacer florecer los árboles? Si es así, demuestra tus poderes inmediatamente. —Sí, mi señor, lo haré enseguida —replicó el malvado vecino. Rápidamente empezó a dispersar las cenizas sobre las ramas. Pero en vez de producir y hacer brotar flores, las cenizas se dispersaron en todas las direcciones y envolvieron al señor y a sus criados en una sofocante nube de polvo que penetró en sus ojos y se los inflamó, hizo asustarse al caballo del señor y el animal se desbocó. El señor se indignó muchísimo y sus ayudantes arrastraron furiosos al estúpido desde el árbol y le pusieron de rodillas ante su señor. El hombre se arrastró miserablemente y se golpeó la frente contra el suelo llorando amargamente. —¡He sido malo y ruin! —gritó desesperado—. En un arrebato de ira maté al perro de mi vecino y destruí su bonito mortero. No ha habido sino envidia y avaricia en mi corazón y debido a eso he causado muchísimo daño a mi buen vecino. Ahora he insultado a mi señor. ¡Perdonadme! ¡Perdonadme! Si accedéis a perdonarme, desde este momento enmendaré mis caminos y mis malos pensamientos. Lo único que os pido es que me deis otra oportunidad. El señor estaba aún muy disgustado. Reprendió severamente al hombre de mal carácter pero al final le perdonó con la condición de que, si no cambiaba su modo de ser aquel mismo día, sería severamente castigado. A medida que pasaban las semanas y los meses la anciana pareja se serenaba más y era más feliz, y su buena fortuna iba también en aumento. Su vecino y la esposa de éste fueron cambiando lentamente su carácter y sus caminos. Su envidia dejó sitio a la bondad; su mal genio a la docilidad; y su grosería con los vecinos a una amistad afectuosa. En cada fiesta y aniversario los cuatro iban juntos al templo y a la tumba de Shiro para ofrecer oraciones y pastelillos de arroz para la imperecedera paz de su espíritu, y el resto de sus días lo gastaron en generosa y buena voluntad los unos con los otros y con todo el pueblo de la aldea.