viernes, 13 de abril de 2012

Horas de lucha M.Gonzàles Prada



NUESTRAS GLORIFICACIONES 
II  La de Bolognesi
¿Qué decir de la estatua, lo esencial del monumento? Bolognesi aparece cogiendo un revólver y asiéndose al asta de una bandera, como pudo figurar tocando un tambor o soplando una corneta. Históricamente, es falso el asido a la bandera; simbólicamente, raya en lo vulgar y sólo cuadraría en las imágenes de Epinal o en los compendios de instrucción cívica. El escudo patrio, con su llama, su árbol de la quina y su cuerno de la abundancia, habrían simbolizado mejor al Perú; así que debemos estar agradecidos al artista por no haber puesto, en lugar de la bandera, un broquel donde figurara un espécimen de los tres reinos -animal, vegetal y mineral. La actitud de Bolognesi no expresa la resignación viril del militar que voluntariamente ofrenda su vida, sino la mansedumbre pasiva, la conformidad ovejuna. En vez del jefe herido y próximo a caer para no levantarse más, vemos al soldado que en día de francachela empuña el revólver del coronel, atrapa la bandera del batallón y va tambaleándose hasta rodar en tierra para dormir la crápula. Le vemos cómico y trágico, pues antes de ir al suelo, puede arrojar un tiro a cierta mujer que le brinda la imprescindible corona de laurel. ¡Infeliz Bolognesi! El plomo chileno le quitó la vida, el bronce queroliano le pone en irrisión.
     Son desvergonzadamente ridículas las estatuas de guerreros con aire de buscarruidos o matamoros, tan ridículos como la figuración de caballos en actitud de lanzar manotadas a los transeúntes; pero no conviene mucho a pueblos humillados y vencidos la representación de la tristeza, del sufrimiento, de la agonía. En los cementerios, el dolor y la muerte; en las ciudades, el regocijo y la vida. Bien sabemos cómo se sufre, cómo se muere; y si aún lo ignoramos, ya lo conoceremos pronto: necesitamos aprender cómo se goza, cómo se vive, aunque únicamente sea por la enseñanza del mármol y el bronce de los monumentos públicos. Nos faltan obras impregnadas de humanidad, quiere decir, de verdadero paganismo. Desde las entrañas del bloque inanimado, el artista de inspiración pagana hace surgir a la superficie una ola de vida que infunde morbideces de carne a la rigidez de la piedra. Una estatua de mármol, una de aquellas obras nacidas al golpe de] cincel griego, nos parece la sinfonía de lo blanco, la inmaterialidad del color, algo como un ritmo sin consonantes: a los exámetros dáctilos de Homero corresponden los mármoles blanquísimos de Fidias. Y Fidias y Homero no glorificaron la muerte como no lo hicieron los grandes poetas ni los grandes artistas de Grecia: esa glorificación neurótica viene con el Cristianismo. Por eso, deberíamos anhelar la reflorescencia del Arte pagano, ese himno a la vida, en oposición al Arte cristiano, esa apoteosis del sufrimiento y la muerte. Hartos de Madres dolorosas y Cristos agonizantes, no queremos estatuas de hombres afligidos y moribundos.
     En dos líneas podríamos juzgar la obra de Querol, llamándola un monumento depresivo y lagrimoso, un artículo de exportación ultramarina.
     Por fin, la colocación no favorece al artículo. Aquí se dispone de una plaza, se adquiere un monumento, y en seguida, salga lo que saliere, se erige en la plaza el monumento, sin considerar la luz, los edificios circundantes ni la perspectiva. Permanecemos artísticamente bárbaros. Sólo en bárbaros del Arte se concibe trasladar la estatua de Colón al sitio donde hoy se eleva, sólo en bárbaros del Arte se concibe aceptar como valiosísimo regalo el monumento a San Martín y levantarle en el lugar donde se encuentra. Para rematar el escarnio del Protector, sólo queda grabar en el plinto el nombre de Pablo Jeremías.
     Vivimos entre la obsesión de lo deforme. Todo feo y de mal gusto, desde las torres fálicas de Santo Domingo y la Merced hasta las fachadas de Palacio y demás edificios públicos, salvo quizá la Exposición. Estrambóticamente pintarrajados, no presentan la severidad de un noble anciano, sino la ridiculez de un viejo verde. El exterior de los edificios privados no vale más con susfiorituras de opulencia mezquina y suntuosidad pordiosera. Por un lado, la arquitectura churrigueresca y jesuítica de Lourdes y Montmartre; por otro lado, el estilo chillón y pretencioso de losrasta fincados en las ciudades europeas. Una serie de casas de vecindad, una invariable sucesión de cubos aglomerados, un apiñamiento de fábricas donde resalta la avaricia del dueño para economizar un metro cuadrado, nada más vemos en las flamantes avenidas de nuestra pobre ciudad.
     No existen, pues, hermosos monumentos que rompan armónicamente la monotonía del cielo nebuloso y gris. El árbol, que debería superabundar para cubrir con la gama del verde el tatuaje y la leprosidad de los muros, es mirado con desdén o como un enemigo. Si no le extirpan de raíz, le podan bárbaramente con el fin de aprovechar la leña. La municipalidades mismas no le tratan como a pupilo, como a benéfico purificador de la atmósfera, sino como objeto de explotación o de lujo inútil. De los grandes, como el ficus por ejemplo, hacen arquerías regulares que simulan acueductos o postes que semejan granaderos austríacos; de los arbustos forman conos, cilindros, silletas, sofás, pilas, etcétera: chicos y grandes quedan geométricamente encanallados. La antigua alameda al Callao fue talada, los jardines de la Exposición van siendo roídos poco a poco, lo llamado a constituir un hermoso parque ha sido ya deshonrado por horrores como el Observatorio meteorológico y el Instituto de vacuna. Los limeños no claman por bulevares: viven dichosos con sus calles desnudas y angostas, sus cañones de escopeta por no decir sus albañales al aire libre.
     Para evadir la obsesión de lo feo, necesitamos emigrar de la población o, cuando menos, buscar las siluetas de San Cristóbal y San Bartolomé o tratar de sorprender la isla de San Lorenzo, allá lejos, entre las brumas del Occidente. Nuestra pequeñez debe contar por uno de sus factores la perenne contemplación de lo deforme: quizá no guardamos altas ideas en el cerebro porque nada bello miramos ante los ojos.
     1905


Bolognesi obra de Querol 1905
Plaza Bolognesi antes de 1954


La estatua principal fue cambiada en 1954 por otra del escultor peruano Artemio Ocaña. La pieza original de Querol se conserva la Fortaleza del Real Felipe (Callao)


Francisco Bolognesi fue el coronel peruano que lideró la defensa de Arica (7 de junio de 1880), cuando esta ciudad portuaria fue invadida por los chilenos durante la Guerra del Pacífico (1879-1883). Para rendirle homenaje se construyó la Plaza Bolognesi, que fue inaugurada en 1905 por el presidente José Pardo y Barreda. La estatua original, que mostraba al héroe abatido, fue reemplazada por la actual en 1954, durante el "Ochenio" de Manuel Odría.


Plaza Bolognesi escultura actual

Bolognesi por Artemio Ocaña escultor peruano



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