Grande Arguedas!!! llapan llaqtayki huqmanta qhaparinqaku,
¡¡¡Ari kachkaniraqku, kachkaniraqmi, kachkankiraqm
Generaciones enteras se han abrazado a su sentir, generaciones enteres entienden hoy las realidades latentes. Si él viera nuestra actual realidad, si él viera tantos hombres y mujeres con tanto entendimiento por nuestra forma, nuestra existencia, de hecho que tendría una sonrisa y pensaría que nada fue en vano; pero si daría una mirada a los otros que aun no ven, entonces no dudaría decirles otra vez, lo que una vez ya les dijo:
Llamado a algunos doctores
A Carlos Cueto Fernandini y John V. Murra
Dicen que ya no sabemos nada, que somos el atraso, que nos han
de cambiar la cabeza por otra mejor. Dicen que nuestro corazón tampoco conviene
a los tiempos, que está lleno de temores, de lágrimas, como el de la calandria,
como el de un toro grande al que se degüella; que por eso es impertinente;
Dicen que algunos doctores afirman eso de nosotros; doctores que se reproducen
en nuestra misma tierra, que aquí engordan o que se vuelven amarillos. Que
estén hablando, pues; que estén cotorreando si eso les gusta. ¿De qué están
hechos mis sesos? ¿De qué está hecha la carne de mi corazón? Los ríos corren
bramando en la profundidad. El oro y la noche, la plata y la noche temible
forman las rocas, las paredes de los abismos en que el río suena; de esa roca
están hechos mi mente, mi corazón, mis dedos. ¿Qué hay a la orilla de esos ríos
que tú no conoces, doctor? Saca tu larga vista, tus mejores anteojos. Mira, si puedes. Quinientas flores de papas
distintas crecen en los balcones de los abismos que tus ojos no alcanzan, sobre
la tierra en que la noche y el oro, la plata y el día se mezclan. Esas
quinientas flores son mis sesos, mi carne. ¿Por qué se ha detenido un instante
el sol, por qué ha desaparecido la sombra en todas partes, doctor? Pon en
marcha tu helicóptero y sube aquí, si puedes. Las plumas de los cóndores, de
los pequeños pájaros se han convertido en arco iris y alumbran. Las cien flores
de la quinua que sembré en las cumbres hierven al sol en colores; en flor se
han convertido la negra ala del cóndor y de las aves pequeñas. Es el mediodía;
estoy junto a las montañas sagradas; la gran nieve con lampos amarillos, con
manchas rojizas, lanza su luz a los cielos. En esta fría tierra siembro quinua
de cien colores, de cien clases, de semilla poderosa. Los cien colores son
también mi alma, mis infatigables ojos. Yo, aleteando amor, sacaré de tus sesos
las piedras idiotas que te han hundido. El sonido de los precipicios que nadie
alcanza, la luz de la nieve rojiza que, espantando, brilla en las cumbres; el
jugo feliz de millares de yerbas, de millares de raíces que piensan y saben,
derramaré en tu sangre, en la niña de tus ojos. El latido de miríadas de
gusanos que guardan tierra y luz; el vocerío de los insectos voladores, te los
enseñaré, hermano, haré que los entiendas; Las lágrimas de las aves que cantan,
su pecho que acaricia igual que la aurora, haré que las sientas y oigas.
Ninguna máquina difícil hizo lo que sé, lo que sufro, lo que del gozar del
mundo gozo. Sobre la tierra, desde la nieve que rompe los huesos hasta el fuego
de las quebradas, delante del cielo, con su voluntad y con mis fuerzas hicimos
todo esto. ¡No huyas de mí, doctor, acércate! Mírame bien, reconóceme ¿Hasta
cuando he de esperarte? Acércate a mí; levántame hasta la cabina de tu
helicóptero. Yo te invitaré el licor de mil savias diferentes; la vida de mil
plantas que cultivé en siglos, desde el pie de las nieves hasta los bosques
donde tienen sus guaridas los osos salvajes.
Curaré tu fatiga que a veces te nubla como bala de plomo; te
recrearé con la luz de las cien flores de quinua, con la imagen de su danza al
soplo de los vientos; con el pequeño corazón de la calandria en que se retrata
el mundo; te refrescaré con el agua limpia que canta y que yo arranco de la
pared de los abismos que tiemplan con su sombra a nuestras criaturas.
¿Trabajaré siglos de años y meses para que alguien que no me conoce y a quien
no conozco me corte la cabeza con una máquina pequeña? No, hermanito mío. No
ayudes a afilar esa máquina contra mí; acércate, deja que te conozca; mira
detenidamente mi rostro, mis venas; el viento que va de mi tierra a la tuya es
el mismo; el mismo viento respiramos; la tierra en que tus máquinas, tus libros
y tus flores cuentas, baja de la mía, mejorada, amansada. Que afilen cuchillos,
que hagan tronar zurriagos; que masen barro para desfigurar nuestros rostros;
que todo eso hagan. No tememos a la muerte; durante siglos hemos ahogado a la
muerte con nuestra sangre, la hemos hecho danzar en caminos conocidos y no
conocidos. Sabemos que pretenden desfigurar nuestros rostros con barro;
mostrarnos así, desfigurados, ante nuestros hijos para que ellos nos maten. No
sabemos bien qué ha de suceder. Que camine la muerte hacia nosotros; que vengan
esos hombres a quienes no conocemos. Los esperaremos en guardia; somos hijos
del padre de todos los ríos, del padre de todas las montañas. ¿Es que ya no
vale nada el mundo, hermanito doctor? No contestes que no vale. Más grande que
mi fuerza en miles de años aprendida; que los músculos de mi cuello en miles de
meses, en miles de años fortalecidos, es la vida, la eterna vida mía, el mundo
que no descansa, que crea sin fatiga; que pare y forma como el tiempo, sin fin
y sin precipicio.
Publicado en Marzo, 1966.
Fuente: http://perufolklorico.blogspot.com
(Andahuaylas, 1911 - Lima, 1969) Escritor y etnólogo peruano, renovador de la
literatura de inspiración indigenista y uno de los más destacados narradores
peruanos del siglo XX.
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