sábado, 28 de enero de 2012

Voltaire y la Guerra

François Marie Arouet

Voltaire (1694-1778) Diccionario  Filosófico
http://www.e-torredebabel.com/Biblioteca/Voltaire/Diccionario-Filosofico-V-3.htm



Todos los animales están perpetuamente en guerra. Unas especies han nacido para devorar a las otras; hasta los corderos y los palomos se tragan cantidades prodigiosas de animales imperceptibles. Los machos de la misma especie se hacen la guerra por las hembras, como Menelao y Paris. El aire, la tierra y el agua son campos de destrucción.


Parece que habiendo Dios dotado de razón al hombre, debía ésta inducirle a no envilecerse imitando a los animales, y con mayor motivo no dotándole la Naturaleza ni de armas para matar a sus semejantes, ni del instinto de beber su sangre.

Esto no obstante, se ha inclinado tanto el hombre a la guerra mortífera, que exceptuando dos o tres naciones, todas las demás en sus historias antiguas luchan unas contra otras. En el Canadá, «hombre» y «guerrero» son sinónimos, y ya vimos que en nuestro hemisferio, «ladrón» y «soldado» significaban lo mismo.

Hay que convenir en que la guerra arrastra siempre en su séquito la peste y el hambre. Es indudablemente un hermoso arte que asola los campos, destruye las casas y hace morir, unos años con otros, de cada cien mil hombres, cuarenta mil. Al principio realizaron esta invención las naciones reunidas para procurarse el bien común; por ejemplo, la dieta de los griegos declaró a la dieta de la Frigia y de los pueblos vecinos que iba a ir con mil barcos de pescadores con la intención de exterminarlos.

El pueblo romano reunido decidió que le interesaba ir a batirse con los vejes y con los vosgos, y algunos años después, encolerizados los romanos contra los cartagineses, se hicieron la guerra durante mucho tiempo unos a otros, por tierra y por mar.

Un genealogista prueba a un príncipe que desciende en línea recta de un conde cuyos padres celebraron un pacto de familia, hace trescientos o cuatrocientos años, con una casa de la que ni siquiera existe el recuerdo. Esta casa tenía vagas pretensiones sobre una provincia, cuyo último poseedor murió de apoplejía: el príncipe y su consejo ven con evidencia que tiene derecho a ella. Esta provincia, que está situada a algunos centenares de leguas de la residencia del príncipe, protesta inútilmente de que no le conocen, de que no desea que la gobiernen: le expone que para dictar leyes a vasallos, es preciso que éstos lo consientan; pero el príncipe no hace caso de estas protestas, por creer su derecho incontestable. Reúne en seguida multitud de hombres que no tienen nada que perder, los viste de grueso paño azul, les manda marchar a derecha e izquierda y se dirige con ellos a la gloria. Otros príncipes que oyen hablar de ese gran número de hombres puestos en armas, toman también parte en su empresa, cada uno de ellos según su poder, y llenan una extensión del territorio de asesinos mercenarios, más numerosos que los que arrastraron en su séquito Gengiskan, Tamorlán y Bayaceto.
Pueblos lejanos oyen decir que va a promoverse una guerra, y que pagarán un sueldo a los que deseen tomar parte en ella, y en seguida se dividen en dos bandos, como los segadores, y van a vender sus servicios al que quiera utilizarlos. Esas multitudes se encarnizan unas contra otras, no sólo sin tener interés alguno en la guerra, sino sin saber por qué se promueve. Se encuentran a la vez cinco o seis potencias beligerantes, unas veces tres contra tres, otras dos contra cuatro, y algunas una contra cinco, detestándose lo mismo unas a otras, uniéndose y atacándose sucesivamente, pero estando de acuerdo únicamente en una cosa: en causar todo el mal posible.
Lo maravilloso de esta empresa infernal es que cada jefe de los asesinos hace bendecir sus banderas e invoca a Dios solemnemente antes de ir a exterminar a su prójimo. Cuando un jefe sólo tiene la fortuna de poder degollar a dos o tres mil hombres, no da las gracias a Dios; pero cuando consigue exterminar diez mil y destruir alguna ciudad, entonces manda cantar el Te Deum, una canción larga, dividida en cuatro partes, compuesta en lengua desconocida para todos los que pelearon y llena de barbarismos. La misma canción sirve para celebrar los matrimonios, los nacimientos y los homicidios.

La religión natural impidió muchas veces que los ciudadanos cometieran crímenes. El alma bien nacida carece de voluntad y el alma tierna se asusta, y la conciencia hace representar a Dios justo y vengador; pero la religión artificial excita a cometer todas las crueldades que se cometen entre muchos: conjuraciones, sediciones, brigandajes, emboscadas, sorpresa de ciudades, saqueos, matanzas.
Pagan en todas partes a algunos hombres que pronuncian discursos celebrando esas jornadas mortíferas, que entusiasman a la multitud.
Para colmo de nuestras desgracias, la guerra es una calamidad inevitable. Todos los hombres han adorado al dios Marte: Sabaoth significa para los judíos el dios de los ejércitos. El célebre Montesquieu, que goza fama de ser humano, dice, sin embargo, que es justo entrar a hierro y a fuego en los pueblos inmediatos, por temor de que nos perjudiquen los buenos negocios que realizan. Si éste es el espíritu de las leyes, éste es el espíritu de las leyes de los Borgias y de Maquiavelo. Si desgraciadamente dice la verdad, debemos combatirla, aunque la prueben los hechos.
He aquí lo que dice Montesquieu: «Entre las sociedades, el derecho de defensa natural entraña algunas veces la necesidad del ataque, cuando un pueblo ve que una paz larga pondría a otro pueblo en estado de destruirlo y cuando comprende que el ataque es en aquel momento el único medio de impedir su destrucción.»

¿Cómo atacar en plena paz puede ser el único medio de evitar esa destrucción? Para creerlo así era preciso que estuvierais seguro de que el pueblo vecino os destruiría si llegara a ser poderoso. Para estar seguro, debíais ver que se ocupaba en los preparativos de vuestra perdición, y en este caso él es el que empieza la guerra: vuestra suposición es falsa y contradictoria. Es una guerra evidentemente injusta y la que proponéis, porque es ir a matar a vuestro prójimo por miedo de que éste llegue a estar en situación de atacaros: lo que equivale a decir que debéis aventuraros a arruinar vuestro país por la esperanza de arruinar sin motivo el país de otro, y este proceder ni es honrado ni es útil. Si vuestro vecino llega a ser demasiado poderoso durante la paz, ¿quién os impide ser tan poderoso como él? Si él contrajo alianzas, podéis contraerlas también. Si tiene pocos religiosos, y en cambio tiene muchos manufactureros y soldados, imitad su buen ejemplo. Si enseña mejor a sus marineros, enseñad mejor a los vuestros; todo esto es muy justo.

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