miércoles, 27 de junio de 2012

Tarapaqueños en Santoyo


COATA 176
BARRIOS ALTOS




 Fotos de Elbita Vásquez Vargas

Se lo dije hace algunos días a Alejandro Reyes, un notable de los Barrios Altos, célebre barrio limeño: para mí son imborrables el jirón Coata, al pie de la que se llamaba avenida de los Incas, a pocos pasos del lugar donde estaba el cine Huáscar; y Santoyo, que ahora pertenece al promisorio distrito de El Agustino, pero que cuando lo visitaba, de la mano de mis padres - a mediados de los años 50 - era apenas un balbuceo habitacional, en medio de huertos y chacras, sin luz, agua ni desagüe, pero que contaba con una cruz de los caminos para no extraviarse en sus vericuetos, ni cuando se ingresaba, siempre muy sobriamente, ni cuando se salía, siempre muy festivamente, con un millón de andavetes encima...

En esos lugares, en vivo y en directo, recibí mis primeras clases de peruanidad: de amor a la tierra, a sus gentes, a su historia, a sus muertos, y a sus tradiciones. Que la patria, por tanto, no es una abstracción, que es y será siempre una hermosa y al mismo tiempo lacerante realidad, que se lleva en el alma, en la mente, en la piel, y que no puede ser objeto de venta, ni de canje y que por ella se sufre y se muere, aunque la agonía dure un mundo de años

En este último fin de año, en un arranque de nostalgia, volví a Coata 176 a reencontrarme cara a cara con esos recuerdos. En ese típico callejón limeño, con cañas de bambú para subir y bajar ropa de los cordeles, el tiempo parece haberse detenido. Han cambiado los rostros de los inquilinos, pero la estructura física, con los inevitables arreglos de por aquí o allá, sigue siendo la misma. Sólo faltaba que mi bisabuela, una matrona tarapaqueña a la que conocí con mil años de arrugas y recuerdos, saliera a buscarme para avisarme con voz añosa y querendona que ya estaba el té, con yerbaluisa y cáscaras secas de naranja, con canela y clavo de olor, aroma que esté donde esté, siempre me traslada a esa infancia lejana.

Mi bisabuela, su marido a quien ya no conocí, y sus siete hijos, tarapaqueños todos, formaron parte de esa diáspora sureña que lo sacrificaron todo, después de la infausta guerra de 1879, por seguir siendo peruanos. No se tragaron los cantos de sirena del invasor chileno dispuesto a quedarse no sólo con Pisagua, Iquique y Tarapacá, también con Arica y Tacna, y a cuyas poblaciones pretendió arrancarles el alma peruana, sin conseguirlo.

Después del Tratado de Ancón de 1883, más de 14 000 peruanos, en las propias barbas de los chilenos, reafirmaron su peruanidad en los registros de Tarapacá, Iquique y Pisagua. ¡Peruanos hasta la muerte¡, en medio de todas las adversidades y riesgos originadas por una derrota militar, la pérdida de territorios, y la ocupación, por un enemigo que históricamente nunca puso un gramo de energía ni de sapiencia en construir esos espacios económicos y sociales.

Contra ellos cargaron inmisericordemente los chilenos cuando se abrió la posibilidad, después de 1900, de efectuar el plebiscito que zanjaría el destino final de las cautivas Tacna y Arica. Había que chilenizarlo todo. Los desaparecieron, los torturaron, los persiguieron, los humillaron, por el único delito de ser peruanos. Aquí seguramente surgió ese grito patrótico que felizmente todavía escuchamos: ¡La Patria no se vende, la patria se defiende¡, y que a algunos les sabe a chicharrón de sebo.
Ese plebiscito nunca se realizó porque justamente en medio de ese clima cerrilmente antiperuano, no había ninguna garantía para que la consulta se efectuase. Pero el daño contra miles de hombres y mujeres ya estaba hecho, el desarraigo estaba en curso. Y así llegaron a Lima, la mayoría de ellos sin más pertenencias que las que llevaban puestas encima, pero cargados de emoción, prestos a reencontrarse con sus compatriotas.

Vana ilusión. En Tarapacá e Iquique, en Arica y Tacna, ellos eran los peruanos que resistieron hasta la muerte la chilenización, en Lima paradójicamente eran los "chilenos", a los que incluso estúpidamente se les cargaba la responsabilidad de la derrota en la guerra. Contra viento y marea esos tarapaqueños armaron carpa en Lima, demostrando que eran tan peruanos como los melindrosos limeños, cuyos arrestos malintencionados incluso tuvieron que ser contrarrestados a puño limpio.
El recuerdo de la tierra abandonada fue su parapeto final, nunca la olvidaron, como tampoco perdonaron a sus verdugos. Las lágrimas furtivas de mi bisabuela, mientras contaba sus peripecias, lo atestiguan.

Santoyo, mientras tanto, era lugar obligado de las reuniones sociales de la familia extensa, y donde no había cita en que no se soltasen los recuerdos de la tierra lejana. El pisco, la chicha y la música acicateaban las remembranzas. En ese ambiente, la alegría se imponía siempre sobre la tristeza, mientras la bisabuela, maestra de maestras, se lanzaba a la pista de tierra para demostrarnos que la peruanidad estaba también en la marinera. "Cholos de mierda, decía, no saben bailar la marinera", alimentando carcajadas con las que se celebraba la ocurrencia.

La fiesta ya estaba en su climax. Y no era raro que en medio de ella una voz bronca y pendenciera soltase el clásico: " Ya pues gorda, échale caliche al chancho, que las penas son de amor" , y la gorda aludida inundaba la reunión con sus damajuanas de chicha de jora, mientras un aromático y humeante picante de cochayuyo, servido prácticamente a la boca, le hacía el maridaje correspondiente. La cocina y la música eran parte de esa peruanidad que en Coata y Santoyo los viejos supieron entregarnos entre recuerdos, tristezas y alegrías.

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