viernes, 14 de septiembre de 2012

Manuel Gonzàles Prada y su Tonel de Diògenes



Manuel Gonzàles Prada y su "Tonel de Diògenes" con temas vigentes. La situaciòn con Chile, que a pesar de los olvidos de los "mercaderes polìticos"sigue latiendo en los sentimientos de los irredentos, aquellos "arreados" por el invasor que anduvo y sigue robando, saqueando territorios, so pretexto de "civilizarlos"ya que  en su norte y al sur de la lejana Lima existìa el caos propio de las culturas ancestrales, siendo apremiante el cambio a travès de las armas, para adjudicarse las propiedades de peruanos y bolivianos.
Es cierto como lo dice Gonzàles Prada, no existe una sola cuestiòn -en su tiempo- Tacna y Arica, sino la cuestiòn Tacna, Arica, Iquique y Tarapacà, a lo cual las primeras vìctimas del pandillaje, fueron los tarapaqueños, que siguieron su lucha, sin el correspondiente apoyo de los "mercaderes polìticos" de la Lima de los virreyes, que hunden al paìs, por estar hambrientos de riquezas y poder.


Chile
     
Antes que el prusiano Bethmann-Hollweg tuviera el descaro de llamar a los tratados unas tiras de papel, Chile no les había concedido más importancia: ha carecido de franqueza para afirmarlo, pero no ha tenido reparo en practicarlo atribuyendo al Perú la mala voluntad de cumplirlos. No sabemos si el cinismo del alemán inspira más repugnancia que la hipocresía del chileno.
     
Como nuestro vencedor no ha cumplido con todas las cláusulas estipuladas en el Tratado de Ancón, ese tratado puede considerarse nulo: hasta cabe afirmar que Chile y el Perú se hallan en estado de guerra, en una mera suspensión de hostilidades. Los peruanos tendríamos derecho de atacar a los chilenos sin previa declaratoria de guerra. Y si, como se dice, alguno de nuestros mandatarios pensó en adquirir submarinos para hundir sorpresivamente a la escuadra chilena, ese mandatario habría encontrado la única solución de nuestras cuestiones con el tradicional enemigo del Sur.
     
Al circunscribir en sólo Tacna y Arica todos nuestros. problemas pendientes con Chile incurrimos en un gravísimo error. Debemos recordar al país que entre el vencedor y el vencido de 1879 no existe la sola cuestión Tacna y Arica, sino la cuestión Tacna, Arica, Iquique y Tarapacá. Las razones que tenemos para no ceder el Morro las tenemos para reclamar las salitreras.
     
Con Chile no vale razones: su conducta pasada nos anuncia su conducta venidera, que nunca se guiará por un espíritu de justicia, nunca procederá de buena fe con nosotros: su americanismo no pasa de un gastado recurso oratorio: tiende la mano al Perú con tal que el Perú le conceda cuanto quiere pedirle. Se sorprende o finge sorprenderse de que algún peruano guarde el recuerdo de las abominaciones cometidas en la guerra del 79.

MERCADERES POLITICOS

I

     
La proclamación de la Independencia en 1821, cuando los realistas subyugaban la mayor parte del territorio, no pasa de tina música inefable, por no decir un bluff continental. Nuestra emancipación no se debe a las frases de San Martín en Lima sino a las lanzas de Bolívar en Junín y a los fusiles de Sucre en Ayacucho. Después de 1821, los ejércitos reales dominaron dos veces en la capital. Sin embargo, esa proclamación romántica significa para nosotros un acontecimiento magno, como el ataque a la Bastilla para los franceses, como el 2 de mayo para los españoles.
     
Al conmemorar el 28 de julio, ocurre naturalmente la idea de ver lo realizado por nosotros durante los años de existencia libre. Se puede sintetizar en pocas líneas: hemos seguido una marcha diametralmente opuesta a la recorrida por la Naturaleza en la producción de los seres: la vida comenzó por los animales inferiores y vino a culminar en el hombre; nuestra evolución política empezó con los San Martín, los Bolívar, los Sucre, y vino a parar en un Benavides.

II

     
Como los usurpadores temen que los usurpados les obliguen a rendir cuentas, los gobiernos se afanan por mantener inermes a las naciones. Aceptan la militarización al estilo de Prusia, rechazan la miliciación a la manera de Suiza. La idea de muchedumbres armadas les aterra. Hombres con el rifle del soldado, pero sin haber sufrido la depresión moral de los cuarteles, constituyen una fuerza amenazadora: tienen algo de una tormenta con voluntad o de una avalancha con inteligencia. Los invasores mismos, aunque hayan desbaratado ejércitos poderosos en sangrientas batallas campales, suelen vacilar ante la resistencia de la población civil. De ahí las leyes bárbaras contra los franco-tiradores y la destrucción de las ciudades hostiles.
     
La liberación de un territorio por medio de la guerra puede originar la tiranía: el libertador, elevándose a la categoría de ídolo nacional, sufre el mareo de la ambición y sueña más de una vez en arroparse con el manto de César. Para las clases privilegiadas, el advenimiento del cesarismo no implica una amenaza; por el contrario, ellas miran en la implantación del régimen militar un freno a los amagos de reivindicaciones populares y una seguridad en el usufructo de los privilegios.
     
Pero esa misma liberación del territorio suele ocasionar el encumbramiento de las muchedumbres, quiere decir, una victoria de la democracia. Cuando un pueblo comienza por arrollar al extranjero, adquiere conciencia de su poder y fácilmente concluye por hacer justicia de sus opresores. Quien posee la fuerza realiza el derecho, "quien tiene hierro tiene pan".
     
Los ricos ven muchas veces menos daño en la victoria rápida del invasor que en el triunfo lento y gravoso de la causa nacional. Una batalla cuesta vidas; una resistencia de meses y años cuesta no sólo vidas, sino destrucción de las propiedades, pérdida del crédito. A la salvación de la patria, los burgueses acaudalados y los aristócratas prefieren la conservación de sus casas, de sus haciendas y de sus privilegios. Más le duele al rico perder su dinero que al pobre derramar su sangre.
     
La posesión de la riqueza origina el mismo estado sicológico en los poseedores, sea cual fuere su nacionalidad, resultando más analogía entre un mandarín y un landowner que entre el mismo landowner y un proletario inglés. Los ricos del mundo entero pertenecen a una sola patria: El Dorado; siguen una sola bandera: el negocio; y cuando blasonan de combatir por el bien de la Humanidad o por el triunfo de una idea, sólo defienden el tanto por ciento. Imaginarse que ellos fomenten las revoluciones radicales y patrocinen de buena fe la emancipación de los obreros es acariciar un sueño romántico y respirar el aire de otro planeta. Clases explotadoras favoreciendo a clases explotadas se igualarían con un absurdo biológico, estómagos digeriéndose a sí mismos.
     
Mas hay algo peor que los ricos: los hambrientos de riquezas, los políticos mercantiles o mercaderes políticos. Cuando esos hombres se adueñan del poder, hunden a las naciones: en la paz, con las finanzas; en las luchas internacionales, con los tratados. El Perú (la Cartago sin Aníbal) nos ofrece un ejemplo.

III

    
 Nuestros mercaderes políticos dilapidaron los bienes nacionales y convirtieron al Montecristo de Sudamérica en el mendigo de las bolsas europeas. Durante muchos años toda la ciencia infusa de los hacendistas criollos se redujo a saldar el déficit con préstamos concedidos por los consignatarios, préstamos que eran el mismo dinero fiscal dado con interés subido. Nuestra historia financiera (si por finanzas se entiende el pedir dinero para malversarle y no pagarle) se halla escrita en los libros de corredores y banqueros, más o menos judíos: ahí, en el haber, consta el precio de las conciencias nacionales. Nada o muy poco se benefició el país con el guano y el salitre. Según Billinghurst, la explotación de las guaneras desde 1841 hasta 1879, produjo cerca de ochocientos millones de soles; y de esa suma, solamente diez y ocho a veinte millones fueron invertidos en obras públicas. La riqueza nos sirvió de elemento corruptor, no de progreso material. La venta del guano, la celebración de los empréstitos, la construcción de ferrocarriles, la emisión de los billetes y la expropiación de las salitreras dan margen a los más escandalosos gatuperios. Los contratos con Dreyfus, Meiggs y Grace equivalieron a la celebración de grandes ferias donde figuraron como artículos de venta y cambalache, los diarios, los presidentes de la República, los Tribunales de Justicia, las Cámaras, los ministros de Estado, los cónsules y demás funcionarios públicos. Al ver que en pocos meses y hasta en pocos días algunos improvisaron riquezas fabulosas, cunde en todas las clases sociales el morboso deseo de enriquecerse: crece una verdadera neurosis metálica. Ningún medio de adquirir parece ilícito. Las gentes se habrían arrojado a un albañal, si en el fondo hubieran divisado un sol de oro. Los maridos venden a sus mujeres, los padres, a sus hijas, los hermanos a sus hermanas, etc. Meiggs tiene un serrallo en las clases dirigentes de Lima. No le faltan ni los eunucos.
     
Cegadas hoy las principales fuentes de la riqueza nacional y cerrado el ciclo de las vastas operaciones financieras, solamente quedan los negocios de menor cuantía, los mercados de poca monta, las sisas de cocinera, algo así como las sobras del festín, los desmenuzos del pastel, las raspaduras de la olla. A la dentellada de los grandes paquidermos sucede el mordisco de los pequeños roedores.
     
Algunos europeos se figuran que los latinoamericanos vivimos en una serie interminable de luchas heroicas por la libertad y el derecho. Otros se imaginan que sufrimos continuamente la opresión de bárbaros tan bárbaros como los emperadores de la decadencia romana. Salvo una que otra fiera guarecida en el Palacio de Gobierno, el Perú no ha contado sino mercaderes con espada o frac. Asaltar la presidencia pareció a los Benavides y congéneres medio más seguro de obtener dinero que terciarse un rifle y salir a los caminos. Verdad, tenemos un Chinchao, un Tebes, dos Santa Catalina, un Guayabo, un Pazul, un Napo, etc.; pero en nuestras contiendas civiles, más que brazos repartiendo la muerte, fuimos dedos arañándonos en el fondo de un saco.

IV

     
Si gracias a los políticos mercantiles nuestra vida normal se resume en el despilfarro y la bancarrota ¿se condensa en algo mejor durante las conflagraciones internacionales? Olvidemos Ingavi y el Portete, recordemos vergüenzas más cercanas.
     
En la guerra con Chile no imitamos a los holandeses de 1673 ni a los rusos de 1812: estábamos lejos de los hombres que anegaban territorios para cerrar el paso a los ejércitos de Luis XIV, de los que talaban campos y quemaban ciudades para matar de hambre y frío a las huestes de Napoleón. Los militares, los eternos succionadores de los jugos nacionales, los obligados a defender el país, ofrecen el mal ejemplo. ¿Qué hacen algunos de los jefes enviados al Sur para organizar la victoria? Hurtan los fondos destinados a la tropa, juegan, beben y agotan en brazos de mujerzuelas el vigor que deberían gastar en los campos de batalla. La responsabilidad inmensa no les modifica: permanecen los mismos, los que antes de la guerra vivían enriqueciéndose con plazas supuestas en los batallones, aprendiendo Táctica y Estrategia en las antesalas de los presidentes, ganando ascensos merced a la protección de faldas libidinosas, haciendo grotescas sediciones pretorianas y no sabiendo ni sostener a los amos, pues se dejaban derrotar por desordenados pelotones de montoneros. Así desaparecieron, con todos sus generales y todos sus coroneles, los "formidables ejércitos" de Echenique, Pezet, Prado y Cáceres.
     
Chile encuentra allanado el camino a la victoria y la conquista. El ejército peruano (si ejército se llama la aglomeración de indios semiconscientes arreados por jefes moralmente inferiores a ellos) no resiste el empuje de los batallones chilenos. Tampoco resiste la reserva o milicia compuesta de unidades intelectualmente superiores a los individuos de tropa. La ruina se consuma: todo se desploma en la sangre y el fango, a pesar de los heroísmos individuales y colectivos, porque si existen un Grau y un Bolognesi, no faltan indiadas que al rifle chileno oponen la honda y el rejón.
     
Que el país, sin buenos soldados ni guardias nacionales bien organizadas, estuviese a merced del enemigo tradicional, les importaba muy poco a nuestros mercaderes políticos. Sabían que, hundido el Perú, ellos salvarían del naufragio y saldrían a flote, con el talego en la mano. Si no ¿cuál de ellos muere en el campo de batalla? Los ajenos al peculado, los limpios de toda mancha, los puros, los inocentes en fin, ésos sirven de víctimas expiatorias, ésos escuchan la voz de llamada y caen bajo las balas chilenas. Cuando los políticos mercantiles no huyeron a tierras lejanas, llevándose el cofre de Harpagón, se quedaron para infundir el desaliento, desertarse de los reductos, sostener la conveniencia de la paz a todo trance, conglomerarse alrededor de Iglesias, defender el pacto de Montán y concluir el tratado de Ancón. Se quedaron también para vivir en relaciones íntimas con los incendiarios de Chorrillos yrepasadores de los reservistas heridos en Miraflores.
     
¿Hay algo tan oprobioso y nauseabundo como la actitud de Lima durante la ocupación chilena? Aquí no sopla una sola ráfaga del orgullo paraguayo; y se concibe: los envilecidos con la lluvia de oro no podían ennoblecerse con la derrota y la opresión. Se patentiza la acción deprimente de los mercaderes políticos. Hombres -y no del pueblo- estrechan la mano de los invasores, les sirven de satélites, empleados sumisos, espías, alguaciles, delatores, consejeros en la imposición de los cupos. Jóvenes decentes les pilotean en las casas de prostitución, cuando no les ofrecen en la familia propia lo que se vende en los prostíbulos. Mujeres de todo linaje les prodigan entrañables y fecundasmanifestaciones de cariño. Mientras el Perú sufre una crucifixión y sangra de Norte a Sur, las hembras de la capital se abrazan con los chilenos y engendran unos cuatro o cinco mil bastardos. Siguiendo el instinto del sexo, prefieren el vencedor al vencido, el valiente al cobarde. Merecen disculpa.
    
 En esto se resume la obra de nuestros mercaderes políticos.






DIARIO EL COMERCIO

     
Siempre hemos deseado que algún escritor de chispa y buen gusto fundara un Disparatorio Semanal, donde cada sábado señalara las necesidades y despropósitos almacenados en los diarios durante la semana. Ahí tendría su lugar preferente El Comercio con sus editoriales sin sentido común, sus telegramas sin gramática y sus crónicas sin gramática ni sentido común.
     
Sin embargo de todo esto, (qué ínfulas en los redactores de ese diario! En toda cuestión social o política, religiosa o científica, artística o literaria. El Comercio se encumbra hasta las inconmensurables alturas de su fatuidad y falla sin apelación, pontificalmente. Es el Papa del diarismo nacional, aunque no sabemos si ha sufrido la prueba de la silla gestatoria.
     
Por un rezago de pudor, El Comercio reconoce implícitamente su falta de razón para darse un título honroso y se llama "periódico serio y práctico": tradúzcase "serio" por imaginación de topo, "práctico" por hombre que escribe con una mano y recibe con las dos. El Comercio tiene el espíritu serio del asno que no pudiendo desarmarnos con un chiste ni con una sonrisa irónica nos ensordece con un rebuzno y nos derriba de una coz; posee el genio práctico, del gorrino que se instala en el mejor sitio del comedero, quiere engullir la ración ajena después de engullirse la propia y gruñe o muerde al primero que se le aproxima.
     
Hará unos cincuenta años que don Felipe Pardo y Aliaga llamó a El Comercio "un carretón de basuras tirado por dos mulas chilenas". Muertos Villota y Amunátegui (las dos "mulas" de Pardo) el diario continúa siendo el mismo vehículo repleto de la misma sustancia y jalado por algunos solípedos de nacionalidad ambigua. Lo prueban el asalto a La Idea Libre y los insultos dirigidos a sus adversarios: a Tassara le hieren con garras y dientes, sobre los adversarios descargan la basura.
     
Lejos ya de la caverna y del bosque, habiendo introducido en nuestros corazones el sentimiento de la piedad lo mismo que el respeto a la vida ajena, lo que hoy nos inspira más repugnancia y más horror es la supresión de una existencia. Una honra se repara con una retractación pública, un robo se remedia con una restitución; mas ¿cómo se devuelve una vida? Mal irremediable, el asesinato es el Peor de todos los crímenes.
     
En El Comercio, durante algunos años, "une cruauté morale et surnoise remplace la cruauté brutale et franche. La science d'endolorir les âmes succéde à celle de torturer les corps". (Paul Adam). Pero el día menos pensado, se examinaron, se reconocieron con instintos de fiera, creyeron encontrarse en la época prehistórica y se dijeron "(A operar!". Y en la imprenta de La Idea Libre operaron con la ferocidad y alevosía que todos sabemos. En El Comercio se ve la marcha ascendente del crimen: ayer mancharon honres con la difamación y calumnia; hoy quieren suprimir vidas con el palo: ¿usarán mañana el veneno, el puñal y la dinamita? Son una amenaza pública. Los antiguos romanos tenían la costumbre de poner en la puerta de sus casas un letrero que decía cave canem, cuidado con el perro; los peruanos debemos escribir en todas las paredes de las calles: "Ojo al asesino", "Cuidado con El Comercio".

     
El Comercio es el mal caballero abrumado por la reprobación general, es el reo condenado por la opinión pública: dejémosle revolcarse en el despecho y la rabia, emponzoñarse con su propio veneno. Ya no conviene insultarle ni denigrarle, porque al cubrirle de lodo se le hace el bien de disimularle la sangre. Rojo debe quedar para infundir el horror y el desprecio en todas las gentes honradas.


No hay comentarios: