La mujer que simbolizaba el poder detrás del líder senderista cumplirá 60 años en los próximos meses. Espera hacerlo como la mujer casada con Abimael Guzmán Reynoso. Condenada a cadena perpetua, en la cárcel dirige y organiza a las 300 senderistas recluidas en la sección de máxima seguridad del penal de Santa Mónica. Las hace hacer resúmenes de prensa de lo que pasa en el Perú y en el mundo, las insta a la danza (taller que dirige Maritza Garrido Lecca) y trata de convencerlas que la lucha armada que costara decenas de miles de muertos valió la pena. Este es el testimonio de una cabecilla terrorista para quien la palabra arrepentimiento no existe.
Está en su celda compartiendo una pollada. Una irónicamente risueña Elena Iparraguirre empieza la conversación reconociendo que su captura junto a la de Abimael Guzmán fue una “negligencia mayúscula”. O, según personal sospecha que no se calla, una traición de Oscar Ramírez Durand, alias Feliciano.
–¿Qué pasó luego de ser capturados?
–Quince días de aislamiento e incomunicación absoluta. Sensaciones de desconcierto, vacío e impotencia, acompañados de una búsqueda veloz de soluciones a la vida del partido y de la revolución. Sentirme agredida en lo más íntimo frente a la brutal presentación a la prensa, para lo cual te obligan por la fuerza y hasta contra tu justa resistencia a vestirte con un traje a rayas de presidiario.
–¿Estaba preparada para la cárcel?
–Me llevaron a la isla San Lorenzo. Me di cuenta porque olía a mar. Me enmarrocaron mis pies, colgaron los grilletes de mis muñecas a unas argollas pegadas a una pared por encima de mi cabeza. Mi estadía en San Lorenzo no la conocía ni el Comité Internacional de la Cruz Roja. Mi madre me cuenta que a diario iba a sus oficinas y le respondían ‘su hija está en un lugar desconocido’.
Era un lugar ófrico, vacío. Con paredes de cemento para que el frío le haga compañía al preso y un servicio con hueco en el piso, sin luces.
El agua la lanzaban por el hueco en el techo por tres minutos sin avisar, tiempo en que aprovechaba para guardarla en las ropas y refrescarme después.
Me prohibían cantar, silbar, hablar. Afuera los marinos eran o mudos o soeces. Me comporté como una comunista y formulé un plan de trabajo diario: gimnasia, análisis político, poesía a componer en mi cabeza, hice 17 poemas y les puse números. Bajé de 57 a 42 kilos.
Me alegré como si fuese Pascua cuando los marinos, al alcanzarme mi peine, distinguí al lado el de Abimael. El primer año de encierro fue el peor de todos.
–¿Cómo fueron los encuentros con Montesinos?
–El Estado peruano envió al doctor Vladimiro Montesinos como interlocutor académico, válido, se sobreentiende. No fuimos nosotros quienes lo escogimos. Con él desenvolvimos las conversaciones, pero nunca llegamos a suscribir ningún acuerdo de paz y es falso que hayamos salido a paseos en nave, chalupa o lancha. Al doctor Guzmán lo trasladaron bajo cubierta a la isla y lo regresaron sobre cubierta en jaula perseguido por dos patrulleros.
Todo el resto es cáscara, papel brilloso para ocultar la realidad. Sin abdicar de nuestra ideología pedimos conversaciones para llegar a un cese de fuego, una desmovilización del Ejército Guerrillero Popular (EGP) y del nuevo poder, manteniendo el partido para que actúe en las nuevas condiciones.
Las reuniones con Montesinos se desenvolvieron dentro de los términos en que se dan las relaciones diplomáticas entre estados o Instituciones contrapuestas. Cada uno con sus propios intereses y desde orillas opuestas de un río, con un objetivo común concebido por ellos como la pacificación. Para nosotros, como luchar por un acuerdo de paz.
De sus malas artes (de Montesinos) nosotros no tenemos por qué responder. Al menos hubo trato correcto, respeto mutuo y medida por medida.
–¿Sobre la masacre de Lucanamarca del 3 de abril de 1983, sienten arrepentimiento?
– Nos reafirmamos en lo dicho al respecto en la entrevista del siglo que dio Abimael Guzmán a “El diario” en 1987 (donde reivindica la masacre para que sirva de escarmiento a todas las demás comunidades campesinas).
Se desarrolló en sintesís una guerra civil. Y como el marxismo nos enseña, una guerra, una revolución, no puede evitar pasar por una potente guerra civil, que fue lo que hubo en el campo ayacuchano, apurimeño y huancavelicano, una guerra campesina que nadie puede negar. Por último, pregunto. ¿Por qué ocultan las matanzas feroces, crueles, inicuas del ingreso de las Fuerzas Armadas?
La Pedida de Mano
El año pasado, con la complicidad de la madre de Iparraguirre, Blanca Revoredo, Guzmán tramó en secreto pedirle la mano a su pareja durante los recesos del juicio. A Doña Blanca se le ocurrió a su futuro yerno entregarle su anillo matrimonial y el de su difunto esposo para que Abimael –sin que los guardias de seguridad se percataran– hiciera le pedida formal. Sucedió el 6 de octubre del 2006, en la Sala de Juzgado del Tribunal que dirige el magistrado Pablo Talavera en la Base Naval del Callao. En un receso del megajuicio el líder terrorista sacó un ramo de rosas rojas y amarillas (colores simbólicos de Sendero Luminoso) y le entregó el anillo a Elena. Con los demás miembros del partido de testigos, Guzmán citó a Karl Marx: “ La relación entre un hombre y una mujer es natural, discreta y necesaria”.–¿Cómo decidió abandonar a sus dos hijos y su esposo Javier Verástegui?
–A medida que más me comprometía con la lucha revolucionaria, el equilibrio se fue resquebrajando hasta romperse. No era lo mismo llevar a los niños al colegio tomando tres microbuses de casa a la barriada que llevarlos a las marchas o mitines del SUTEP donde el rochabús nos mojaba a mares en pleno invierno, o la repre nos acosaba a bombazos lacrimógenos.
Un día en las casas de los obreros ubicadas en los arenales, mi hijita me dice “¡mami, aquí no hay piso, cárgame!”, Y estas frases me estremecían y presionaban.
Confieso que intenté diversas formas de cumplir con todo, pero no me dieron buenos resultados. Di mil vueltas al problema, no soy de tener cargos de conciencia, más bien analizo, sopeso varios aspectos. Eso me tomó bastante tiempo.
Opté por la ruptura definitiva, me rebelé contra el papel que esta sociedad le impone a la mujer: tener y educar a los hijos y trabajar para aportar a la producción social que sostiene un sistema injusto, me entregué a la brega por transformar tal sociedad.
Me até el corazón con mis tripas y salí sin voltear atrás a riesgo de convertirme en sal. Dije para mis adentros, cuando tomemos el poder volveré a mostrarles el mundo nuevo que construiremos los comunistas y el pueblo nuevo. La guerra les quito a su mamá.
–¿Se arrepiente de la lucha armada?
–(Con furia): Cometimos errores, pero valió la pena la revolución, porque el Estado peruano era una porquería y era la única manera de acabar con las diferencias. Nuestros seguidores fueron cerca de 70,000 personas a inicios de los años noventa; lo cual hizo imposible que pudiéramos manejar a todos los miembros que desataron el terror en Lima y los principales departamentos andinos con bombas, apagones y asesinatos selectivos a las más altas autoridades. Les enseñaron a usar armas antes de entender la ideología político-ideológica.
–¿ Qué quisiera que diga su lápida?
–Que por lo menos ayudé a desarrollar la conciencia política del pueblo más atrasado
–¿ Ayudar? ¿Y las decenas de miles de muertos?
–La única manera de llegar a Palacio (de gobierno) era a través de la lucha armada. La violencia era una necesidad. Nuestros blancos eran los poderosos, pero reconozco que todo se descontroló. Fue una cuota de la guerra.
Lo dice, con fuego en los ojos, una mujer en vísperas de casarse. (Paola Ugaz)
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