Mapuches y Huincas
Como de todos es sabido, en su primer contacto con los españoles, los “indios” solían confundirlos con dioses. Eran motivo de confusión: los rostros blancos y barbados (ambas cosas, novedosas para los nativos), las relucientes armaduras de metal (los indios desconocían el hierro y sus bélicas aplicaciones) pero sobre todo, LOS CABALLOS o, mejor dicho, los hombres montados a caballo, que los indios percibían como un ser mitad cuadrúpedo y mitad humano, cuyos poderes letales rozaban la divinidad.
Para cuando los pobres desgraciados captaban la magnitud del error, solía ser demasiado tarde: ya habían sido diezmados y, los sobrevivientes, brutalmente expoliados y reducidos a la más infame esclavitud.
Los únicos que, al parecer, nunca cayeron en el engaño, fueron los mapuches. Ellos no llamaron, como sus vecinos puneños, “Uiracocha” (es decir, dioses) a los invasores. Sino que desde el principio, les dieron el nombre que merecían: HUINCA. Y todo esto, gracias a una mujer.
Caía la noche sobre el campamento español, acampado en los límites de Arauco. Con el amanecer llegaría la embestida; la continuación de una gloriosa campaña conquistadora que, hasta ahora, nada ni nadie había detenido. ¿Acaso no acababan de conquistar, saquear y someter al mayor imperio de la América Precolombina, el enorme Tahuantinsuyu, orgullo de la raza Quechua? ¿Qué podrían oponerles entonces estos araucanos, salvajes desorganizados e incultos en comparación con los Incas?
La noche era cerrada. Los españoles, confiados en la segura victoria y el más que seguro favor divino, dormían. En cambio, en el cercano campamento mapuche nadie podía pegar un ojo, a causa del espanto. Así como de grande era la confianza que el invasor poseía en sí mismo, así de mayúsculo era el terror que la imagen acorazada de esos caballeros refulgentes despertaba en los condenados a la conquista, la humillación y la sumisión.
Pero hay quien dice que la curiosidad mató al gato. Una osada mujer mapuche, reprimiendo sus temores se acercó al campamento español, sigilosamente y al amparo de la noche. Entonces vio la cosa más increíble que jamás habría podido imaginar: allí estaban los hombres, durmiendo como cualquier ser humano común y corriente, sin armaduras, despegados de sus caballos, tan frágiles y vulnerables como cualquier mortal. De inmediato regresó junto a sus hermanos para comunicarles la fabulosa noticia: “No son dioses. ¡SON HUMANOS!”
Así fue como empezó la resistencia mapuche al invasor. Y los españoles jamás conquistaron Arauco. Fueron necesarios SIGLOS de continuas campañas emprendidas contra ellos para que, casi hacia el final del S. XIX y trabajando de común acuerdo, los gobiernos argentino y chileno consiguiesen, por fin, reducirlos definitivamente (o sea, aniquilarlos).
Por último: “Huinca”, término que la literatura gauchesca prefiere traducir por “blanco” o “cristiano”, no significa ni una cosa ni la otra, aunque sí pueda aplicarse a esas gentes. En buen mapuche, Huinca es el que roba ganado; es decir, un CUATRERO. Y como el conquistador vino, no a civilizar ni a cristianizar, sino a expoliar, esclavizar y aniquilar; más que bien aplicado le venía el apelativo que esta indómita nación le aplicó.
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