viernes, 25 de junio de 2021

Clemente Palma, breves, Cuentos Malèvolos

 

JESÚS PALACIOS Periodista, escritor e historiador

El malévolo Clemente Palma.

Modernismo, decadencia y luciferismo


INTRODUCCIÓN

Mucho menos conocido como su padre,  el prócer de la literatura peruana Ricardo Palma, autor de las seminales Tradiciones peruanas, Clemente Palma es, sin embargo, uno de los más interesantes y singulares cultivadores de la narrativa modernista, quizá no solo en su patria natal, sino también dentro del panorama general del Modernismo hispanoamericano.

Mucho más significado en su día como periodista e incluso como político, son sus relatos fantásticos y una extraña novela de ciencia ficción —XYZ (1934)—, las obras que le sitúan en un lugar peculiar, ajeno en gran medida los tópicos costumbristas y criollistas que caracterizaban gran parte de la literatura peruana de su tiempo, incluso entre prosistas y poetas modernistas.

Por el contrario, Clemente Palma optará casi siempre por narraciones de ambiente indeterminado, cuando no extranjero, en las que personajes y trama carecen de cualquier signo de tipismo, para inscribirse en la mucho más amplia tradición del fantástico decadentista y simbolista internacional, que encuentra una de sus fuentes principales en la obra y figura de Edgar Allan Poe.


Clemente Palma " Cuentos Malèvolos "


Los canastos

Entre hacer un pequeño servicio que apenas labre huella en la memoria

del beneficiado o un grave daño que le deje profundo recuerdo, elegid lo

segundo. Os contaré lo que me sucedió una tarde de invierno con un

pobre hombre llamado Vassielich.

Os juro que yo soy bueno, que soy un buen padre de familia, pero sólo en

la época en que hay sol en este cielo brumoso. ¡Oh!, la bruma invernal me

hace daño y me convierte en malvado. Si yo fuera poppe, en verano

rendiría culto a Dios, pero en invierno le volvería la espalda y me

entregaría a darle gusto al diablo. En el invierno le amo, siento que se

introduce en mi ser, que estruja mi espíritu y aviva el fuego de mis malos

instintos; entonces me siento nihilista, capaz de ser ladrón y asesino; lo

rojo me excita, y lo afilado y lo agudo me fascinan. Cuando llega la época

de las primeras nevadas, mi mujer me dice: «Marcof, padrecito mío, ya las

malas ideas comienzan a fulgurar en tus ojos. Ya viene el tiempo en que

no vives sino gruñendo y blasfemando, en que nos aporrea a tus hijos y a

mí. Mira, no te alejes de la estufa, porque el hielo te hace malvado…»

Pero decía hace poco que iba a referiros una aventura que tuve: ya lo

había olvidado. Escuchadme:

Iba yo una tarde caminando, con mi pipa en la boca, por un largo y

estrecho puente. Un carretero sordo llamado Vassielich seguía el mismo

camino que yo, conduciendo en su carro más de veinte canastos de

pescado fino, que diferentes dueños le habían comisionado que llevara al

mercado para la venta del siguiente día. El carro, a causa de la curvatura

del puente, se inclinaba hacia el borde derecho, pero no había peligro de

que cayese, porque el pretil era suficientemente alto para impedir la caída.

Con todo, hubiera querido darle un buen susto a Vassielich. Creedme que

no soy malo, pero deseaba con toda mi alma darle un susto, aunque no

fuera sino arrojarle con carreta y todo al río. De repente, la cuerda que

sujetaba los canastos rompió o desató… A fe que sentí un vuelco en el

corazón. El puente es estrecho y largo, el carro caminaba despacio y

saltaba mucho, el suelo del puente tiene una inclinación sensible del

centro hacia los bordes… A los pocos segundos, ¡pum!, uno de los

canastos se desprendió, cayó pesadamente sobre el pretil y desde allí se

precipitó al río. Lo vi caer y una voz muy débil murmuraba dentro algo así

como: «avisa a ese infeliz carretero que su carga se va al río». Pero el

invierno me gritaba más alto: «cállate, hombre, y limítate a mirar, ¿no es

curioso y entretenido ver caer veinte canastos, uno detrás de otro, como

una manada de estúpida; carneros?» Y la verdad es que preferí esto.

Cierto que Vassielich, un buen hombre que jamás me había hecho daño

alguno, iba a sufrir mucho con esta desgracia, pero ¿a mí qué me

importaba?, ¿perdía yo algo con el desastre de Vassielich? No; al

contrario, ganaba una diversión durante el trayecto del puente, que tiene

unos cien metros de largo. Callé y vi caer la segunda canasta, luego la

tercera y la cuarta, y la quinta y otras muchas. El pobre Vassielich, sea

porque fuera sordo, o porque iba distraído, no advirtió el ruido delicioso de

los canastos al romper la superficie ondulosa del río, haciendo saltar

chorros de espuma. El caballo advirtió mejor lo que pasaba, pues, al sentir

el carro menos pesado, aligeró el paso. Cuando llegamos al término del

puente, corrí hacia la carreta:

—¡Eh, Vassielich, amiguito!

El carretero no me oía; tuve que avanzar más y tocarle la pierna con el

extremo de mi pipa, gritándole:

—¡Vassielich! ¡Vassielich!

—¡Eh!, ¿qué deseas? Tengo prisa…

—¡Ay, padrecito, no la tengas ya! Voy a comunicarte una gran desgracia.

—¡Dios de Dios! ¿Ha muerto Ivanowna, mi mujer?

—No, te juro que no; es algo peor y de más trascendencia social.

—¿Ha muerto el Zar?

—¿Eh? ¡Así reventara!…

—Habla, habla…

—Pues, detén el carro, que es algo grave lo que voy a decirte.

—Pero… está anocheciendo y tengo prisa de llegar a la ciudad.

—No la tengas ya.

—¿Por qué? Habla. ¡Dios de Dios! —exclamó Vassielich impaciente

deteniendo el carro.

Yo encendí lentamente mi pipa, que se había apagado:

—Te decía, padrecito, que no tuvieras ya prisa en ir a la ciudad… Verás si

tengo razón.

—¡Maldición! Pero ¿por qué?

—Porque… Créeme que me duele decírtelo, padrecito. Óyeme bien: no

debes apresurarte, porque, porque el señor río se ha engullido, bocado

tras bocado, tus canastos de peces. Soy testigo ocular. Te aconsejo que

otro día hagas uso de cuerdas más fuertes.

Vassielich volvió el rostro violentamente y al asegurarse de su desgracia

se puso horriblemente pálido, luego enrojeció y apeándose de la carreta se

asomó al río.

—¡Eh, amigo!, ¿buscas los agujeros que hicieron los canastos al atravesar

la superficie? Ya se taparon.

Vassielich se puso a llorar; no tenía dinero con qué pagar; le embargarían

sus cosas. Ivanowna y sus hijos sufrirían miserias espantosas, y si no

alcanzaba a pagar toda la deuda, le meterían en la cárcel. ¡Y el invierno

que era tan crudo! El pobre sordo lloraba amargamente. ¡Era cosa de

matarse!

—¡Sí, padrecito, es cosa de matarse! —afirmé yo con acento filosófico.

Y, en efecto, creí que iba a arrojarse al río de cabeza, pues asomó el

cuerpo por el pretil. Abrí los ojos desmesuradamente para ver con toda mi

alma el chapuzón. Quizás el caballo por una de esas asombrosas

fidelidades de que hablan las historias se precipitaría también arrastrando

consigo el carro. Y si no lo hacía yo le obligaría a ello. El puente estaba

solitario y la ciudad distaba dos verstas. Pero no, lo que hizo Vassielich fue

ponerse a gritar y a maldecir su suerte… Se desvaneció mi esperanza, e

irritado por la estupidez de ese carretero que por un cobarde amor a la

vida no cumplía con su deber, le dije sonriéndome:

—Pude avisarte, padrecito, desde que vi caer el primer canasto. Mas

¿para qué? Mañana habrías olvidado el favor que te hacía: en cambio,

cuando te lleven a la cárcel, y tu mujer y tus hijos lloren en la miseria, te

acordarás de mí, cierto que para maldecirme, pero te acordarás…

Vassielich no me respondió, sea porque no me oyera, sea porque estaba

aturdido con su desastre. Me encogí de hombros y proseguí mi camino,

fumando mi pipa. Después de todo, el sitio de los peces era el río y no los

canastos. He restablecido, pues, el equilibrio de la naturaleza.


Idealismos


Una noche encontré en un asiento de un coche de ferrocarril un cuadernito

de cuero de Rusia, que contenía un diario. En las páginas finales estaba

consignado el extraño drama, que trascribo con toda fidelidad:


Noviembre 14


Estoy contentísimo: mi buena Luty se muere. Luty era hasta hace poco

una muchacha rozagante, alegre y que ofrecía vivir mucho. ¡Quién la

reconocería hoy en esta jovencita pálida, delgada y nerviosa! ¡Cuán

hermosos eran sus grandes ojos azules y su amplia cabellera de color de

champaña! Mi novia se muere y afirman los sabios que ello es debido a la

doble acción de una aguda neurastenia y de una clorosis invencible.

Hoy la he visto; tenía la cabeza entre los almohadones de fino encaje,

parecía una flor de lis desfallecida. Luty me miró con los ojos brillantes de

fiebre y me tendió su mano alba y enflaquecida; me estrechó la mía con

misteriosa intención. Me pareció comprender su pensamiento: «No olvides,

amigo mío, de poner en mi ataúd pensamientos y gardenias, esas flores

amadas que yo he colocado tantas veces en tu pecho; no olvides, amigo

mío, mientras los que velen mi cadáver dormiten rendidos por el cansancio

y el dolor, no olvides el darme un beso muy largo y apretado en los pálidos

y rígidos labios». ¡Pobre amada mía! Se moría sin guardarme rencor, y, sin

embargo, era yo quien la mataba, yo, que la adoraba. Vosotros, los

espíritus burgueses, si leyerais estas páginas no podríais comprender

jamás que la muerte de mi adorada prometida, de mi inocente Luty,

pudiera alegrarme profundamente. Al contrario, sentiríais hacia mi viva

repulsión y gran horror por mi crueldad. ¡Bah, pobres hombres!, no pensáis

ni amáis como yo, sino que sois simplemente ridículos sentimentales.

Quiero a mi novia con todas las energías de mi juventud —y oídme bien,

que esto os espeluznará, como si sintieseis pasar rozando vuestro pecho

una serpiente fría, viscosa y emponzoñada—: si el beso que he de dar a

su cadáver pudiera resucitarla… no se lo daría.


Noviembre 18


Cuando comenzaba Luty su adolescencia le hablé de amor. ¡Pobre

nerviosa! El primer amor fue penetrando paulatinamente hasta lo más

profundo de su ser. La gestación de su alma, el modelado de su corazón y

de su cerebro se realizó conforme a mi deseo, formé su alma como quise,

en su corazón no dejé que se desarrollaran sino sentimientos

determinados, y su cerebro no tuvo sino las ideas que me plugo. ¡Oh!, ¡no

sé qué prestigio tan diabólico, qué cohibimiento tan absoluto, qué

influencia tan poderosa llegué a ejercer y ejerzo aún sobre Luty! Era tan

grande la sugestión que obraba mi alma sobre la suya, que podía hacer

llorar a Luty como una chiquilla o enfurecerla, hacerla gozar las mayores

delicias ideales o mortificarla con las más horribles torturas y casi sin

necesitar hablarla. Cuando yo iba donde ella, mortificado por algún

pensamiento doloroso o por alguna pesadumbre, la pobre muchacha

palidecía como un cadáver, como si sintiera súbitamente la repercusión

centuplicada de mis angustias íntimas. Asimismo sentía resonar en su

espíritu la jovialidad y la ventura con que el amor inundaba mi alma. A

pesar de la temprana perversión con que estaban contaminadas mi

filosofía y mi vida íntima, jamás había tratado de pervertir el alma de Luty,

ni de poner en juego sus energías sensuales. Luty era pura aún, sin

malicia, sumida en la ignorancia más profunda de las miserias e

ignominias del amor.

Una noche de insomnio, sentí rebullir en mi cerebro la tentación inicua, y

como un escarabajo de erizadas antenas, el deseo de corromper la

inocencia de mi Luty. ¡Ah!, ¡maldito insomnio! Felizmente, vi con colores

sombríos el derrumbe espantoso de la pureza moral de mi prometida, vi la

explosión de fango salpicando la albura incólume de su alma. Yo era el

amo absoluto de Luty, el tirano de su vida interior, ¿para qué someterla a

una nueva tiranía, a la tiranía innoble de la carne?; ¿para qué someterla a

esa inicua autocracia, en la que el dogal acaba a la postre por estrangular

el cuello del mismo tirano? Ya era yo bastante infame con haber

esclavizado el alma de Luty. Más de una vez sentí, en las agitaciones del

insomnio, las impulsiones malvadas de mis instintos, y más de una vez me

vencí. Pero ¿podría vencerme siempre? Mi deber era libertarla. ¿Cómo?

Casarme con mi novia era sujetarla para siempre entre mis garras; y mi

dignidad, en una violenta sublevación, rechazaba con horror ese

anonadamiento del alma de Luty, esa absorción de su ser por el mío, ese

nirvana de la voluntad, del pensamiento y del deseo revelados en esa

sumisión incondicional, en esa fe irreflexiva y confiada que había nacido

entre las inocentes expansiones del amor puro y había de terminar en las

ignominias carnales de la vida conyugal, en las que muere toda ilusión y

todo encanto, para ceder el sitio a una amalgama de animalidad y respeto.

Yo la amaba, la amo con todas las fuerzas de mi alma y me horrorizaba,

por ella y por mí, el inevitable desencanto, el rebajamiento del espíritu de

Luty y al mismo tiempo el remache de esa cruel tiranía de mi alma. Mi

deber era libertarla de la demoniaca influencia que yo ejercía sobre Luty,

libertarla por un último acto de la tiranía moral, que había de ser la única

forma noble posible de mi absolutismo; crear la libertad por un acto de

opresión, puesto que ya el regreso a la primitiva independencia era

imposible; esto os parece, señores burgueses, una absurda paradoja. Y

desde ese momento toda una labor sugestiva fue la de imponer al alma de

Luty la necesidad de morir, la necesidad dulce y tranquila de desaparecer

del mundo, de este mundo ignominioso. —Te amo —la decía mentalmente

a mi Luty—, te amo y eres mi esclava. La mayor prueba de amor que te

doy es la de romper la cadena que te une a mi ser, envileciéndote; muere,

Luty mía, muere sin sufrir, muere de un modo paulatino, como por una

recobración lenta e inconsciente de tu dignidad moral…


Noviembre 19


No hay temor de que mi Luty se salve. Se muere, se muere. Apenas tienen

fuerzas sus grandes ojos azules para mirarme y absorber la matadora

influencia de mi amor. Luty, con mis caricias apasionadas, con mis frases

de amor tóxico, se estremece y cada emoción de Luty es un salto que da

la muerte hacia ella. Bien claro lo dijo el médico: «Evitadla emociones

fuertes, que le son mortales…»


Noviembre 21


Siento la necesidad de evocar recuerdos. Mi obra, desde hace tiempo, ha

sido imbuir en Luty cierto pesimismo celestial, ir matándola moralmente

con nociones ideales mortíferas. La convencí de que la muerte es una

dulce ventura, un premio inefable de los amores profundos y castos, el

nudo infinito del amor. Todas mis palabras y mis caricias llevaban escritas

con caracteres invisibles, pero hipnóticos, la orden: «Muere, Luty mía,

muere». Y yo sentía que desde el fondo de su ser había algo que me

respondía: «Se te obedece como siempre». La idea de la muerte era el

sedimento impalpable que quedaba en el alma de Luty después de todas

nuestras conversaciones, aun de las más apasionadas.

¡Oh!, lo recuerdo muy bien. Una noche estrellada estuve hasta muy tarde

conversando con Luty en la terraza y haciendo observaciones con el

telescopio. ¡Qué paseos tan hermosos dimos con la imaginación por los

mundos astrales! ¡Todo ello sentaba la premisa de la muerte de ambos!

Nuestras almas con formas imponderables, unidas en abrazo

estrechísimo, cruzaban los espacios planetarios, como visiones del

Paraíso de Alighieri. Yo, con amoroso desvarío, prendía a Aldebarán, rojo

como un rubí incendiado, en los rubios cabellos de mi amada; arrancaba

perlas a la Vía Láctea y formaba collares para la garganta de Luty. Luego

seguíamos en maravillosos ziszás recorriendo eternamente mundos

encantados en donde los seres tenían sentidos nuevos, en donde la

corporeidad desaparecía y las formas se esfumaban entre gasas sutiles y

tules luminosos… En Urano vimos una flora colosal, en que las rosas eran

como catedrales y entre los pétalos vagaban microzoarios humanos, de

formas vaporosas, repartidos en enamoradas parejas, que se entregaban

a deliquios sublimes, aspirando deliciosas fragancias. Luego seguíamos

subiendo; siempre teníamos delante mundos nuevos, y a cada instante

encontrábamos en nuestro camino amantes, como nosotros, que hacían la

misma peregrinación. La ruta era interminable, eterna; la creación infinita.

Con frecuencia nos deteníamos para ver algo esplendoroso: ya era un

cometa que surcaba el abismo, ya la explosión de una estrella. Vimos

llegar a Venus trayendo sus idilios de amor: pequeñita, lejana primero,

creció luego, creció hasta que percibimos sus enormes bosques

perfumados, poblados por hermosas jóvenes, bellos mancebos y niños

alados que atravesaban las praderas bailando bulliciosas farándulas y

luego se perdían en la poética umbría de una selva. Pasó Venus ante

nuestros ojos deslumbrados con tanta dicha, y bien pronto se confundieron

los suspiros, los besos y los cantares de ese mundo feliz, con el estallido

de un bólido chispeante o con el zumbido de algún cometa que pasaba

agitando su deslumbradora cauda…

Para ver esto era necesario morir: morir joven, morir antes de que la vida

nos encenagara y obturase nuestra facultad de apreciar las bellezas del

ideal; cortar a tiempo la cuerda que sujetaba el globo cautivo de nuestra

alma a las miserias de la tierra. Luty, entusiasmada, anhelosa, viajaba

conmigo por las profundidades insondables del Cosmos. Temblorosa,

cogida a mi cuello, me escuchaba desvanecida, como si sintiera el vahído

de lo infinito, sin sospechar que detrás de mi narración estaba embozado,

como un bandido hidalgo, mi deseo de verla muerta, de verla libre de esa

tiranía infernal a que la tenía sujeta.

Poco después Luty cayó enferma, con gran contentamiento mío, y

entonces continué con más bríos mi obra matadora. La anemia, esa

enfermedad romántica, acudió en auxilio de mis deseos y de mi trabajo

sordo. Luty se muere; sus nervios, enfermos y espoleados por mí,

contribuyen eficazmente a estrangular, en una red de emociones vivísimas

y de extravagancias increíbles, esa vida que yo deseo aniquilar. Hoy Luty

está agonizando, es decir, está reconstituyendo su dignidad moral de

persona; resucita…


Noviembre 21


3 de la madrugada

Todo ha terminado, Luty ha muerto; ha muerto tenuemente, como yo

deseaba, contenta, feliz, satisfecha de mi amor, sospechando acaso en la

lucidez de los postreros instantes, mis escrúpulos por su esclavitud y mi

alegría profunda y noble por su muerte. Creo que me agradece mi

conducta. Guardo en mis labios, como un tesoro, su último beso: el de la

cita para la eternidad venturosa.

¡Pobre Luty! Siento alegría melancólica de haberla libertado y, además, la

satisfacción de haber creado su alma y haberla extinguido. ¿Contribuye

esto a hacer impura mi alegría? No sé; pero pienso que quizá la felicidad

es, más que el poder de crear, el placer de destruir.

Ahora comprenderéis espíritus burgueses, que desear y cooperar en la

muerte de una novia joven, bella, inocente, amada y amante, no es en

ciertos casos, una paradoja espeluznante, ni mucho menos una crueldad

espantosa, sino un acto de amor, de nobleza y de honradez.


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sábado, 29 de septiembre de 2012

Alberto Hidalgo L. genio del desprecio

SIMPLISMOS (fragmentos) por Alberto Hidalgo



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