JESÚS PALACIOS Periodista, escritor e historiador
El malévolo Clemente Palma.
Modernismo, decadencia y luciferismo
INTRODUCCIÓN
Mucho menos conocido como su padre, el prócer de la literatura peruana Ricardo Palma, autor de las seminales Tradiciones peruanas, Clemente Palma es, sin embargo, uno de los más interesantes y singulares cultivadores de la narrativa modernista, quizá no solo en su patria natal, sino también dentro del panorama general del Modernismo hispanoamericano.
Mucho más significado en su día como periodista e incluso como político, son sus relatos fantásticos y una extraña novela de ciencia ficción —XYZ (1934)—, las obras que le sitúan en un lugar peculiar, ajeno en gran medida los tópicos costumbristas y criollistas que caracterizaban gran parte de la literatura peruana de su tiempo, incluso entre prosistas y poetas modernistas.
Por el contrario, Clemente Palma optará casi siempre por narraciones de ambiente indeterminado, cuando no extranjero, en las que personajes y trama carecen de cualquier signo de tipismo, para inscribirse en la mucho más amplia tradición del fantástico decadentista y simbolista internacional, que encuentra una de sus fuentes principales en la obra y figura de Edgar Allan Poe.
Clemente Palma " Cuentos Malèvolos "
Los canastos
Entre hacer un pequeño servicio que apenas labre huella en la memoria
del beneficiado o un grave daño que le deje profundo recuerdo, elegid lo
segundo. Os contaré lo que me sucedió una tarde de invierno con un
pobre hombre llamado Vassielich.
Os juro que yo soy bueno, que soy un buen padre de familia, pero sólo en
la época en que hay sol en este cielo brumoso. ¡Oh!, la bruma invernal me
hace daño y me convierte en malvado. Si yo fuera poppe, en verano
rendiría culto a Dios, pero en invierno le volvería la espalda y me
entregaría a darle gusto al diablo. En el invierno le amo, siento que se
introduce en mi ser, que estruja mi espíritu y aviva el fuego de mis malos
instintos; entonces me siento nihilista, capaz de ser ladrón y asesino; lo
rojo me excita, y lo afilado y lo agudo me fascinan. Cuando llega la época
de las primeras nevadas, mi mujer me dice: «Marcof, padrecito mío, ya las
malas ideas comienzan a fulgurar en tus ojos. Ya viene el tiempo en que
no vives sino gruñendo y blasfemando, en que nos aporrea a tus hijos y a
mí. Mira, no te alejes de la estufa, porque el hielo te hace malvado…»
Pero decía hace poco que iba a referiros una aventura que tuve: ya lo
había olvidado. Escuchadme:
Iba yo una tarde caminando, con mi pipa en la boca, por un largo y
estrecho puente. Un carretero sordo llamado Vassielich seguía el mismo
camino que yo, conduciendo en su carro más de veinte canastos de
pescado fino, que diferentes dueños le habían comisionado que llevara al
mercado para la venta del siguiente día. El carro, a causa de la curvatura
del puente, se inclinaba hacia el borde derecho, pero no había peligro de
que cayese, porque el pretil era suficientemente alto para impedir la caída.
Con todo, hubiera querido darle un buen susto a Vassielich. Creedme que
no soy malo, pero deseaba con toda mi alma darle un susto, aunque no
fuera sino arrojarle con carreta y todo al río. De repente, la cuerda que
sujetaba los canastos rompió o desató… A fe que sentí un vuelco en el
corazón. El puente es estrecho y largo, el carro caminaba despacio y
saltaba mucho, el suelo del puente tiene una inclinación sensible del
centro hacia los bordes… A los pocos segundos, ¡pum!, uno de los
canastos se desprendió, cayó pesadamente sobre el pretil y desde allí se
precipitó al río. Lo vi caer y una voz muy débil murmuraba dentro algo así
como: «avisa a ese infeliz carretero que su carga se va al río». Pero el
invierno me gritaba más alto: «cállate, hombre, y limítate a mirar, ¿no es
curioso y entretenido ver caer veinte canastos, uno detrás de otro, como
una manada de estúpida; carneros?» Y la verdad es que preferí esto.
Cierto que Vassielich, un buen hombre que jamás me había hecho daño
alguno, iba a sufrir mucho con esta desgracia, pero ¿a mí qué me
importaba?, ¿perdía yo algo con el desastre de Vassielich? No; al
contrario, ganaba una diversión durante el trayecto del puente, que tiene
unos cien metros de largo. Callé y vi caer la segunda canasta, luego la
tercera y la cuarta, y la quinta y otras muchas. El pobre Vassielich, sea
porque fuera sordo, o porque iba distraído, no advirtió el ruido delicioso de
los canastos al romper la superficie ondulosa del río, haciendo saltar
chorros de espuma. El caballo advirtió mejor lo que pasaba, pues, al sentir
el carro menos pesado, aligeró el paso. Cuando llegamos al término del
puente, corrí hacia la carreta:
—¡Eh, Vassielich, amiguito!
El carretero no me oía; tuve que avanzar más y tocarle la pierna con el
extremo de mi pipa, gritándole:
—¡Vassielich! ¡Vassielich!
—¡Eh!, ¿qué deseas? Tengo prisa…
—¡Ay, padrecito, no la tengas ya! Voy a comunicarte una gran desgracia.
—¡Dios de Dios! ¿Ha muerto Ivanowna, mi mujer?
—No, te juro que no; es algo peor y de más trascendencia social.
—¿Ha muerto el Zar?
—¿Eh? ¡Así reventara!…
—Habla, habla…
—Pues, detén el carro, que es algo grave lo que voy a decirte.
—Pero… está anocheciendo y tengo prisa de llegar a la ciudad.
—No la tengas ya.
—¿Por qué? Habla. ¡Dios de Dios! —exclamó Vassielich impaciente
deteniendo el carro.
Yo encendí lentamente mi pipa, que se había apagado:
—Te decía, padrecito, que no tuvieras ya prisa en ir a la ciudad… Verás si
tengo razón.
—¡Maldición! Pero ¿por qué?
—Porque… Créeme que me duele decírtelo, padrecito. Óyeme bien: no
debes apresurarte, porque, porque el señor río se ha engullido, bocado
tras bocado, tus canastos de peces. Soy testigo ocular. Te aconsejo que
otro día hagas uso de cuerdas más fuertes.
Vassielich volvió el rostro violentamente y al asegurarse de su desgracia
se puso horriblemente pálido, luego enrojeció y apeándose de la carreta se
asomó al río.
—¡Eh, amigo!, ¿buscas los agujeros que hicieron los canastos al atravesar
la superficie? Ya se taparon.
Vassielich se puso a llorar; no tenía dinero con qué pagar; le embargarían
sus cosas. Ivanowna y sus hijos sufrirían miserias espantosas, y si no
alcanzaba a pagar toda la deuda, le meterían en la cárcel. ¡Y el invierno
que era tan crudo! El pobre sordo lloraba amargamente. ¡Era cosa de
matarse!
—¡Sí, padrecito, es cosa de matarse! —afirmé yo con acento filosófico.
Y, en efecto, creí que iba a arrojarse al río de cabeza, pues asomó el
cuerpo por el pretil. Abrí los ojos desmesuradamente para ver con toda mi
alma el chapuzón. Quizás el caballo por una de esas asombrosas
fidelidades de que hablan las historias se precipitaría también arrastrando
consigo el carro. Y si no lo hacía yo le obligaría a ello. El puente estaba
solitario y la ciudad distaba dos verstas. Pero no, lo que hizo Vassielich fue
ponerse a gritar y a maldecir su suerte… Se desvaneció mi esperanza, e
irritado por la estupidez de ese carretero que por un cobarde amor a la
vida no cumplía con su deber, le dije sonriéndome:
—Pude avisarte, padrecito, desde que vi caer el primer canasto. Mas
¿para qué? Mañana habrías olvidado el favor que te hacía: en cambio,
cuando te lleven a la cárcel, y tu mujer y tus hijos lloren en la miseria, te
acordarás de mí, cierto que para maldecirme, pero te acordarás…
Vassielich no me respondió, sea porque no me oyera, sea porque estaba
aturdido con su desastre. Me encogí de hombros y proseguí mi camino,
fumando mi pipa. Después de todo, el sitio de los peces era el río y no los
canastos. He restablecido, pues, el equilibrio de la naturaleza.
Idealismos
Una noche encontré en un asiento de un coche de ferrocarril un cuadernito
de cuero de Rusia, que contenía un diario. En las páginas finales estaba
consignado el extraño drama, que trascribo con toda fidelidad:
Noviembre 14
Estoy contentísimo: mi buena Luty se muere. Luty era hasta hace poco
una muchacha rozagante, alegre y que ofrecía vivir mucho. ¡Quién la
reconocería hoy en esta jovencita pálida, delgada y nerviosa! ¡Cuán
hermosos eran sus grandes ojos azules y su amplia cabellera de color de
champaña! Mi novia se muere y afirman los sabios que ello es debido a la
doble acción de una aguda neurastenia y de una clorosis invencible.
Hoy la he visto; tenía la cabeza entre los almohadones de fino encaje,
parecía una flor de lis desfallecida. Luty me miró con los ojos brillantes de
fiebre y me tendió su mano alba y enflaquecida; me estrechó la mía con
misteriosa intención. Me pareció comprender su pensamiento: «No olvides,
amigo mío, de poner en mi ataúd pensamientos y gardenias, esas flores
amadas que yo he colocado tantas veces en tu pecho; no olvides, amigo
mío, mientras los que velen mi cadáver dormiten rendidos por el cansancio
y el dolor, no olvides el darme un beso muy largo y apretado en los pálidos
y rígidos labios». ¡Pobre amada mía! Se moría sin guardarme rencor, y, sin
embargo, era yo quien la mataba, yo, que la adoraba. Vosotros, los
espíritus burgueses, si leyerais estas páginas no podríais comprender
jamás que la muerte de mi adorada prometida, de mi inocente Luty,
pudiera alegrarme profundamente. Al contrario, sentiríais hacia mi viva
repulsión y gran horror por mi crueldad. ¡Bah, pobres hombres!, no pensáis
ni amáis como yo, sino que sois simplemente ridículos sentimentales.
Quiero a mi novia con todas las energías de mi juventud —y oídme bien,
que esto os espeluznará, como si sintieseis pasar rozando vuestro pecho
una serpiente fría, viscosa y emponzoñada—: si el beso que he de dar a
su cadáver pudiera resucitarla… no se lo daría.
Noviembre 18
Cuando comenzaba Luty su adolescencia le hablé de amor. ¡Pobre
nerviosa! El primer amor fue penetrando paulatinamente hasta lo más
profundo de su ser. La gestación de su alma, el modelado de su corazón y
de su cerebro se realizó conforme a mi deseo, formé su alma como quise,
en su corazón no dejé que se desarrollaran sino sentimientos
determinados, y su cerebro no tuvo sino las ideas que me plugo. ¡Oh!, ¡no
sé qué prestigio tan diabólico, qué cohibimiento tan absoluto, qué
influencia tan poderosa llegué a ejercer y ejerzo aún sobre Luty! Era tan
grande la sugestión que obraba mi alma sobre la suya, que podía hacer
llorar a Luty como una chiquilla o enfurecerla, hacerla gozar las mayores
delicias ideales o mortificarla con las más horribles torturas y casi sin
necesitar hablarla. Cuando yo iba donde ella, mortificado por algún
pensamiento doloroso o por alguna pesadumbre, la pobre muchacha
palidecía como un cadáver, como si sintiera súbitamente la repercusión
centuplicada de mis angustias íntimas. Asimismo sentía resonar en su
espíritu la jovialidad y la ventura con que el amor inundaba mi alma. A
pesar de la temprana perversión con que estaban contaminadas mi
filosofía y mi vida íntima, jamás había tratado de pervertir el alma de Luty,
ni de poner en juego sus energías sensuales. Luty era pura aún, sin
malicia, sumida en la ignorancia más profunda de las miserias e
ignominias del amor.
Una noche de insomnio, sentí rebullir en mi cerebro la tentación inicua, y
como un escarabajo de erizadas antenas, el deseo de corromper la
inocencia de mi Luty. ¡Ah!, ¡maldito insomnio! Felizmente, vi con colores
sombríos el derrumbe espantoso de la pureza moral de mi prometida, vi la
explosión de fango salpicando la albura incólume de su alma. Yo era el
amo absoluto de Luty, el tirano de su vida interior, ¿para qué someterla a
una nueva tiranía, a la tiranía innoble de la carne?; ¿para qué someterla a
esa inicua autocracia, en la que el dogal acaba a la postre por estrangular
el cuello del mismo tirano? Ya era yo bastante infame con haber
esclavizado el alma de Luty. Más de una vez sentí, en las agitaciones del
insomnio, las impulsiones malvadas de mis instintos, y más de una vez me
vencí. Pero ¿podría vencerme siempre? Mi deber era libertarla. ¿Cómo?
Casarme con mi novia era sujetarla para siempre entre mis garras; y mi
dignidad, en una violenta sublevación, rechazaba con horror ese
anonadamiento del alma de Luty, esa absorción de su ser por el mío, ese
nirvana de la voluntad, del pensamiento y del deseo revelados en esa
sumisión incondicional, en esa fe irreflexiva y confiada que había nacido
entre las inocentes expansiones del amor puro y había de terminar en las
ignominias carnales de la vida conyugal, en las que muere toda ilusión y
todo encanto, para ceder el sitio a una amalgama de animalidad y respeto.
Yo la amaba, la amo con todas las fuerzas de mi alma y me horrorizaba,
por ella y por mí, el inevitable desencanto, el rebajamiento del espíritu de
Luty y al mismo tiempo el remache de esa cruel tiranía de mi alma. Mi
deber era libertarla de la demoniaca influencia que yo ejercía sobre Luty,
libertarla por un último acto de la tiranía moral, que había de ser la única
forma noble posible de mi absolutismo; crear la libertad por un acto de
opresión, puesto que ya el regreso a la primitiva independencia era
imposible; esto os parece, señores burgueses, una absurda paradoja. Y
desde ese momento toda una labor sugestiva fue la de imponer al alma de
Luty la necesidad de morir, la necesidad dulce y tranquila de desaparecer
del mundo, de este mundo ignominioso. —Te amo —la decía mentalmente
a mi Luty—, te amo y eres mi esclava. La mayor prueba de amor que te
doy es la de romper la cadena que te une a mi ser, envileciéndote; muere,
Luty mía, muere sin sufrir, muere de un modo paulatino, como por una
recobración lenta e inconsciente de tu dignidad moral…
Noviembre 19
No hay temor de que mi Luty se salve. Se muere, se muere. Apenas tienen
fuerzas sus grandes ojos azules para mirarme y absorber la matadora
influencia de mi amor. Luty, con mis caricias apasionadas, con mis frases
de amor tóxico, se estremece y cada emoción de Luty es un salto que da
la muerte hacia ella. Bien claro lo dijo el médico: «Evitadla emociones
fuertes, que le son mortales…»
Noviembre 21
Siento la necesidad de evocar recuerdos. Mi obra, desde hace tiempo, ha
sido imbuir en Luty cierto pesimismo celestial, ir matándola moralmente
con nociones ideales mortíferas. La convencí de que la muerte es una
dulce ventura, un premio inefable de los amores profundos y castos, el
nudo infinito del amor. Todas mis palabras y mis caricias llevaban escritas
con caracteres invisibles, pero hipnóticos, la orden: «Muere, Luty mía,
muere». Y yo sentía que desde el fondo de su ser había algo que me
respondía: «Se te obedece como siempre». La idea de la muerte era el
sedimento impalpable que quedaba en el alma de Luty después de todas
nuestras conversaciones, aun de las más apasionadas.
¡Oh!, lo recuerdo muy bien. Una noche estrellada estuve hasta muy tarde
conversando con Luty en la terraza y haciendo observaciones con el
telescopio. ¡Qué paseos tan hermosos dimos con la imaginación por los
mundos astrales! ¡Todo ello sentaba la premisa de la muerte de ambos!
Nuestras almas con formas imponderables, unidas en abrazo
estrechísimo, cruzaban los espacios planetarios, como visiones del
Paraíso de Alighieri. Yo, con amoroso desvarío, prendía a Aldebarán, rojo
como un rubí incendiado, en los rubios cabellos de mi amada; arrancaba
perlas a la Vía Láctea y formaba collares para la garganta de Luty. Luego
seguíamos en maravillosos ziszás recorriendo eternamente mundos
encantados en donde los seres tenían sentidos nuevos, en donde la
corporeidad desaparecía y las formas se esfumaban entre gasas sutiles y
tules luminosos… En Urano vimos una flora colosal, en que las rosas eran
como catedrales y entre los pétalos vagaban microzoarios humanos, de
formas vaporosas, repartidos en enamoradas parejas, que se entregaban
a deliquios sublimes, aspirando deliciosas fragancias. Luego seguíamos
subiendo; siempre teníamos delante mundos nuevos, y a cada instante
encontrábamos en nuestro camino amantes, como nosotros, que hacían la
misma peregrinación. La ruta era interminable, eterna; la creación infinita.
Con frecuencia nos deteníamos para ver algo esplendoroso: ya era un
cometa que surcaba el abismo, ya la explosión de una estrella. Vimos
llegar a Venus trayendo sus idilios de amor: pequeñita, lejana primero,
creció luego, creció hasta que percibimos sus enormes bosques
perfumados, poblados por hermosas jóvenes, bellos mancebos y niños
alados que atravesaban las praderas bailando bulliciosas farándulas y
luego se perdían en la poética umbría de una selva. Pasó Venus ante
nuestros ojos deslumbrados con tanta dicha, y bien pronto se confundieron
los suspiros, los besos y los cantares de ese mundo feliz, con el estallido
de un bólido chispeante o con el zumbido de algún cometa que pasaba
agitando su deslumbradora cauda…
Para ver esto era necesario morir: morir joven, morir antes de que la vida
nos encenagara y obturase nuestra facultad de apreciar las bellezas del
ideal; cortar a tiempo la cuerda que sujetaba el globo cautivo de nuestra
alma a las miserias de la tierra. Luty, entusiasmada, anhelosa, viajaba
conmigo por las profundidades insondables del Cosmos. Temblorosa,
cogida a mi cuello, me escuchaba desvanecida, como si sintiera el vahído
de lo infinito, sin sospechar que detrás de mi narración estaba embozado,
como un bandido hidalgo, mi deseo de verla muerta, de verla libre de esa
tiranía infernal a que la tenía sujeta.
Poco después Luty cayó enferma, con gran contentamiento mío, y
entonces continué con más bríos mi obra matadora. La anemia, esa
enfermedad romántica, acudió en auxilio de mis deseos y de mi trabajo
sordo. Luty se muere; sus nervios, enfermos y espoleados por mí,
contribuyen eficazmente a estrangular, en una red de emociones vivísimas
y de extravagancias increíbles, esa vida que yo deseo aniquilar. Hoy Luty
está agonizando, es decir, está reconstituyendo su dignidad moral de
persona; resucita…
Noviembre 21
3 de la madrugada
Todo ha terminado, Luty ha muerto; ha muerto tenuemente, como yo
deseaba, contenta, feliz, satisfecha de mi amor, sospechando acaso en la
lucidez de los postreros instantes, mis escrúpulos por su esclavitud y mi
alegría profunda y noble por su muerte. Creo que me agradece mi
conducta. Guardo en mis labios, como un tesoro, su último beso: el de la
cita para la eternidad venturosa.
¡Pobre Luty! Siento alegría melancólica de haberla libertado y, además, la
satisfacción de haber creado su alma y haberla extinguido. ¿Contribuye
esto a hacer impura mi alegría? No sé; pero pienso que quizá la felicidad
es, más que el poder de crear, el placer de destruir.
Ahora comprenderéis espíritus burgueses, que desear y cooperar en la
muerte de una novia joven, bella, inocente, amada y amante, no es en
ciertos casos, una paradoja espeluznante, ni mucho menos una crueldad
espantosa, sino un acto de amor, de nobleza y de honradez.
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