La campaña en el sur peruano, entre 1879
y 1880, y a pesar de la gesta heroica de Grau y Bolognesi, significó una
rotunda derrota. Las fuerzas chilenas asumieron entonces el reto de llegar a la
capital ese verano de 1881. El sol quemaba las entrañas, no solo por las altas
temperaturas, sino también porque el pueblo peruano sentía el ardor y el dolor
de ver su tierra invadida en el sur, acosada en el norte y ahora amenazada en
Lima.
Uno de los puntos claves que agravaron
los efectos de la invasión, fue la desorganización de los servicios de auxilio,
como el de la Cruz Roja Peruana
(CRP), que se había fundado hacía apenas dos años, en 1879, pero había
demostrado eficiencia. Pese a ello, la pésima gestión de las autoridades
políticas impidió que se salvaran muchas vidas de civiles y militares.
La previa bélica
En dos años de funciones, la CRP tenía
una pequeña pero valiosa organización médica, fogueada en la guerra, y con
cientos de voluntarios, especialmente mujeres de todas las condiciones sociales
que dieron su tiempo y bienes en ayuda de la institución humanitaria.
En Lima, hasta antes del gobierno de Nicolás de Piérola, la CRP había asumido
la responsabilidad del hospital de sangre de Chorrillos, y estaba por asumir
también el hospital de Santa Sofía, a las afueras de la capital, cuando el
gobierno prescindió de su apoyo, dándole el encargo al cirujano en jefe del
ejército, el doctor José Casimiro Ulloa. Pese a ese desaire, la institución
continuó apoyando la labor de Ulloa en Santa Sofía.
Es en estas circunstancias que las
tropas chilenas llegaron a las puertas de la ciudad. El presidente Aníbal
Pinto, reacio en un comienzo a la osada expedición, decidió finalmente tomar
Lima como medida estratégica puesto que era consciente de que prolongar la
guerra no los beneficiaría.
Siendo el Perú un país centralista, conquistar la
capital podía asegurar la victoria final, y en realidad así fue, al margen de
la valerosa acción de las huestes patriotas lideradas por Andrés A. Cáceres, quien resistió hasta el
final de la guerra en la sierra central
Eran 22 mil hombres, entre militares y
civiles, quienes estaban dispuestos a defender Lima. Los chilenos, que ya
habían saqueado y agredido gran parte de la costa central y norte con el
capitán Patricio Lynch
a la cabeza, llegaron desde el puerto de Arica con una gran armada, y
decidieron esperar al sur de la capital.
Desde noviembre desembarcaron los
enemigos en Pisco, y luego en diciembre el grueso de las tropas chilenas, bien
equipadas y con excelente auxilio médico, llegaron a Lurín: era la fuerza
principal de 16 mil hombres. En total, asaltaron la capital más de 27 mil
soldados. Todos los limeños los esperaban casi a las puertas de la Ciudad de
los Reyes. Una pasividad que nos costó miles de vidas.
La CRP atada de manos
Mientras los chilenos pasaron el año nuevo ocupando
Lurín, en Lima se vivían horas de máxima tensión. Todos los combatientes
peruanos avistaban el sur, como esperando una ola de fuego en sus cuerpos
entregados a la muerte. Y todo esto tenía una razón. Y es que no solo era la
desesperación por la falta de apoyo logístico y militar y la necesidad de
recurrir a los civiles -valientes pero con poca experiencia-, sino también la
desorganización institucional.
Un ejemplo de ello fue lo que ocurrió
con la CRP. El Secretario perpetuo de la organización, Carlos Sotomayor,
denunciaría ante la Tercera Conferencia Internacional de la Cruz Roja, en
Ginebra (1884), las irresponsabilidades del gobierno de Piérola en materia de
servicio médico para los defensores de la capital.
Las ambulancias militares, declaró Sotomayor, “dejaron
mucho que desear” y sobre todo denunció la inexplicable medida de la Prefectura
al ordenar alistarse obligatoriamente en el Ejército de reserva a todo el
personal de la CRP. El resultado: médicos, enfermeros, practicantes y empleados
no pudieron cumplir con su deber de auxilio, tan vital en esa coyuntura
militar.
El propio Sotomayor fue alistado, en la
batalla de Miraflores, como soldado del cuarto Batallón de Reserva, y fue él
quien luego lamentaría, principalmente, la desactivación de la Ambulancia Lima,
una de las más completas de aquellos tiempos y formada por el personal de las
cuatro ambulancias venidas del sur.
Que se sepa bien: no hubo ambulancias
civiles en las batallas de San Juan y Miraflores. Y todo esto porque el
gobierno de Piérola suprimió, por medio de un decreto prefectural, ratificado
luego por un decreto supremo publicado en El Peruano, el 2 de octubre de 1880,
la Junta Central de Ambulancias de la CRP.
En la línea de San Juan
Para muchos especialistas, las batallas de Lima
fueron de las más infaustas en bajas humanas, pérdidas materiales y
movilización de tropas que hasta ese momento se había visto en el continente
americano.
Según estudios, había 16 mil soldados peruanos traídos
del centro y norte del país, puestos en las manos experimentadas del gran
Andrés A. Cáceres. Pero ante la evidente superioridad chilena, se hizo un
llamado general que, por supuesto, tuvo una respuesta masiva en más de 6 mil
ciudadanos, los verdaderos héroes de aquellas dolorosas jornadas.
Estos 6 mil valientes tuvieron que
“formarse” militarmente en pocos días, y quedaron para la defensa, tanto en el
Ejército de línea en San Juan, como en los reductos en Miraflores.
Las fuerzas chilenas, al mando del
general Baquedano, atacaron de frente, en la línea de San Juan, y no como se
temía por la senda de Ate, más hacia el lado izquierdo de la defensa. La noche
del 12 de enero fue cómplice de la soldadesca sureña, a la que sus jefes habían
prometido saqueos y orgías en el balneario de Chorrillos.
La División de Lynch se dirigió a
Chorrillos, donde estaba Miguel Iglesias; la de Sotomayor a San Juan contra
Cáceres; y la de Lagos hacia los cerros de San Francisco y El Cascajal, en el
flanco izquierdo, que defendía Pastor Dávila. El tal Lagos fue el de la infeliz
frase: “Hoy no hay prisioneros”.
La mañana del 13 de enero la inmortalidad llegó a San
Juan. Alrededor de 40 mil soldados en guerra plena. La batalla duró desde las
cuatro y media de la madrugada, hasta las dos y media de la tarde. Diez horas
de lucha continua. Solo en San Juan murieron 6 mil peruanos, y hubo más de 4
mil heridos. El Morro Solar y el cerro Marcavilca se
tiñeron de sangre.
Los chilenos también sufrieron serias
bajas en esta primera batalla. Según se calcula habrían sido 4 mil muertos y
cientos de heridos. Aunque, según cifras oficiales chilenas, el número de bajas
solo fue de mil 873 muertos. Un cuadro fatal era el de decenas de soldados
peruanos y chilenos, muertos uno al lado del otro, ensartados ambos por la
filosa punta de sus bayonetas, nos cuenta el historiador Herman Buse, en las
páginas de El Comercio, en enero de 1981.
El saqueo e incendio de Chorrillos,
indica Buse, se cumplió contra todo pacto de honor militar y humanitario. Pese
a la reacción peruana con Cáceres a la cabeza, la soldadesca invasora se impuso
desbordándose luego en robos y agresiones a la población indefensa esa noche
del 13. El 14 se repusieron y avanzaron hacia su otro objetivo: los reductos de
Miraflores.
El 15 de enero fue la otra épica, en la
que, al parecer, murieron más civiles que militares. Las autoridades peruanas y
extranjeras creyeron en una tregua pedida por Chile, que solo ganaba tiempo
para reorganizarse. Y así, engañando astutamente al dictador Piérola que
almorzaba en una lujosa casa miraflorina, empezó el bombardeo desde el Cochrane
y el Huáscar, dominado por el enemigo.
Miraflores: la batalla final por Lima
Los reductos desconectados unos de otros, la
artillería y el material bélico limitados o sin renovación, y la absurda medida
de colocar cañones en la cima del cerro San Cristóbal, a casi 20 kilómetros del
ataque chileno, dieron las señales de la derrota y de la entrega de Lima. Pero
no les fue del todo fácil a los agresores.
Diecinueve batallones de reservistas
integraron cinco divisiones, las cuales llegaron a formar dos Cuerpos de
Ejército. En estos reductos, separados un kilómetro entre sí, había
profesionales como abogados e ingenieros, y gente de oficios diversos como
artesanos o tipógrafos. Pero también abundaban maestros universitarios, quienes
murieron o vieron morir a sus discípulos, aquellos jóvenes que solo pensaron en
defender su ciudad, su país, de las huestes enemigas.
En la bajada de Armendariz, a la altura de la Iglesia
de Fátima, en la línea del ferrocarril hacia Chorrillos, en la hacienda La
Palma, estaban algunos de estos heroicos reductos. “Tenían forma de media luna
y se componían de un parapeto de tierra aplanada, como los describe el general
Dellepiane, con el agregado de bolsas o sacos del mismo material; dos metros de
altura y un espesor de cinco, o poco más”, dice Buse.
En medio de la improvisación y el
desorden, hubo muchos reductos que no entraron en batalla. Algunos estiman en
miles los reservistas que no lucharon por falta de planificación militar. En
uno de esos reductos inactivos estuvo nada menos que el escritor Manuel González Prada.
La batalla empezó a las dos y cuarto de
la tarde, y terminó a las seis. Nuevamente las tres líneas de combate chilenas
(Lagos, Lynch y Sotomayor), por el lado del mar, otro por La Palma y La Calera
de la Merced, y el último por el lado más izquierdo de la resistencia. Ni los
cañones de la flota chilena diezmaron el ardor patriótico de los peruanos.
Militares y civiles juntos, a pesar de las falencias, dieron clase de honor y
valor al envanecido ejército chileno.
Dos mil invasores murieron ante la
defensa peruana, más que en San Juan, esto debido a la confusión de los propios
chilenos que no contaban con tan aguerrida defensa. El historiador Jorge Basadre estima que las pérdidas
peruanas no bajaron de tres mil esa tarde endemoniada. Pero casi 4 mil
sobrevivieron a la hecatombe.
Otra vez el incendio, el saqueo y el
odio se apoderaron del invasor. Lima entregó sus llaves con sangre, sudor y
lágrimas, pero con honor y valentía.
En tanto, el dictador Piérola, ante la inminente derrota,
cabalgó presuroso hasta el centro de Lima, subió por las laderas del cerro San
Cristóbal –donde vio los cañones inútiles que mandó colocar- y se “encaminó”
gallardamente a las serranías de Lima pasando por Carabayllo. Luego lo veríamos
en otras circunstancias más políticas que guerreras.
Así fueron estas batallas históricas que
soportó Lima hace 131 años exactamente, y que recordamos con impotencia, pero
también con orgullo. Es parte de la historia, y de la memoria de todas las
generaciones de peruanos y peruanas.
http://blogs.elcomercio.pe/huellasdigitales/2011/01/la-invasion-de-lima-una-pesadi.html#more
Coroneles del Ejército de línea Peruano, Lima 1880. El de la izquierda pertenece al batallón “Piura” Nº 67 y su compañero al batallón “Manco Capac” Nº 81. Se aprecian perfectamente sus morriones Ros con la estrella al frente; los vivos son celestes (Fotografía Castillo, Gentileza Sr. Renzo Babilonia Fernández, Perú).
Soldado Peruano de Infantería con sus arreos completos de parada, Lima 1879. Porta un fusil Enfield-Snider modelo 1866 (Revista Zig- Zag Nº 982 del 15 de Diciembre de 1923, Gentileza del Sr. Daniel Castillo).
Imagen " a Dios rogando y con el mazo dando " ?????
Archivo El Comercio
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