Epicuro
Carta a Meneceo
Epicuro a Meneceo, salud.
No por ser joven se aplique uno a la
filosofía, ni, viejo, se canse por ello de filosofar. Nadie hay que no esté a
tiempo, o al que haya pasado su hora, para la salud del alma. El que dice que
no es tiempo aun o que pasó la ocasión del filosofar, éste es semejante a quien
dice o que no es todavía momento de ser feliz o que no hay momento para ello.
De forma que han de dedicarse a la filosofía tanto el joven como el viejo: el
uno para conservarse joven, a pesar de los años, en el recuerdo grato de los bienes
que han sido; el otro para que, siendo joven, viejo sea por su impavidez ante
el futuro. Conviene, por tanto, atender a lo que hace la felicidad, porque,
cuando somos felices, todo lo tenemos, y en cambio, cuando no, todo lo hacemos
por lograrla. Tú practica y medita los consejos que siempre te he dado,
considerando que son principios básicos del bien vivir. En especial, piensa que
la divinidad -según su general intelección sugiere-es un ente incorruptible y
feliz, y no le atribuyas nada incompatible con la incorruptibilidad ni impropio
de la felicidad: que todas tus opiniones sobre dios puedan salvaguardar, con su
incorruptibilidad, su felicidad. Los dioses, desde luego, existen, y es
posible, evidentemente, la intelección de su existencia; ahora bien: tal como
el común de la gente se los representa, no existen; si se les considera como
ellos hacen, salvaguardar su existencia no es posible. Es impío no el que
quiere acabar con los dioses del vulgo, sino el que atribuye a los dioses las
opiniones del vulgo. Porque las aseveraciones de los más sobre los dioses no
son ideas innatas, antes engañosas conjeturas; por eso es que los malos reciben
de los dioses los peores males y los buenos lo más que los sirve, porque los
dioses, como les es propio, viven siempre en el cultivo de las virtudes y
reciben a los que en esto son sus semejantes, mientras que consideran extraño
lo que no se asemeja a ellos. Por otra parte, ejercítate en la consideración de
que la muerte no es, para nosotros, nada, porque no hay bien ni mal que no
pueda sentirse, y la muerte es privación de sentido; de donde: la recta
consideración de la muerte como cosa que en nada nos concierne hace gozosa,
aunque sea mortal, nuestra vida, sin confiar en un tiempo sin límites sino
renunciando a todo deseo de inmortalidad. Pues nada hay, en la vida, terrible; para
quien tiene la certeza de que nada terrible conlleva la ausencia de la vida. Y
así, vano es el que dice que teme a la muerte porque cuando uno está muerto no
es dolorosa, pero sí lo es cuando uno la espera: aquello cuya presencia no
conturba, en vano aflige al que lo espera. La muerte no es para nosotros el más
temible de los males porque, cuando nosotros somos, la muerte no está, y,
cuando la muerte està, entonces nosotros ya no somos; no lo es ni para los
vivos, pues, ni para los muertos: para los unos justo porque, para ellos, no
es, y para los otros porque ellos ya no son. Pero la mayoría de los hombres ora
huyen de la muerte como del mayor mal, ora la buscan como descanso de los males
de la vida. El sabio, por su parte, no desdeña vivir pero tampoco teme no
vivir, porque ni tiene nada contra la vida ni cree que haya nada malo en no
vivir. Del modo como, al comer, no busca la abundancia, sino la exquisitez, así
quiere sacarle su fruto al tiempo, no abundante, sino exquisito. El que
aconseja al joven que lleve un buen vivir, y al viejo que se prepare para bien
morir, éste es imbécil, y no sólo por los goces de la vida; también porque es
lo mismo preocuparse por bien vivir y por bien morir. Pero todavía peor quien
dice que lo mejor es no haber nacido,
"y,
si se ha nacido, pasar cuanto antes las puertas del Hades";
peor, sí, porque, si está convencido de
lo que dice, ¿cómo no deja la vida?. Si de cierto es éste su pensamiento, bien
puede realizarlo. Y si lo dice por burla, habla en necio de un tema que no lo
consiente. Hay que recordar que el futuro no es nuestro ni del todo, no nuestro,
para así no abandonarnos completamente a la esperanza de que será ni tampoco
desesperar de que sea. Análogamente, hay que pensar que, de los deseos, unos
son naturales y otros vanos, y, de los naturales, unos necesarios y otros
simplemente naturales; de los necesarios, unos lo son con vistas a la
felicidad, otros para una ininterrumpida tranquilidad corporal y otros para la
vida misma. Un exacto conocimiento de unos y otros sabe referir su aceptación o
rechazo a la salud del cuerpo y a la imperturbabilidad del alma, ya que son el
fin de una vida dichosa y es por ello que todo lo hacemos, para no sufrir dolor
ni turbación. Cuando por fin lo conseguimos toda la tempestad que antes la
dominaba, se disuelve en el alma, y el hombre no ha de preocuparse por nada que
le falte ni ha de buscar más nada con que llenar de bienes alma y cuerpo;
porque sentimos necesidad de placer, entonces, cuando la ausencia del placer
nos duele, pero, cuando no nos duele, no necesitamos placer, ya, y es por ello
que decimos que el placer es principio y fin de una vida dichosa, pues
entendemos que es el bien más principal y connatural al hombre, del cual
partimos para aceptar o rechazar y al cual llegamos discerniendo todo bien con
base al sufrimiento como límite. Y pues esto es el más principal bien y
connatural, por ello es que no aceptamos cualquier tipo de placer, sino que
muchos hay que rechazamos, cuando sus secuelas pueden sernos muy enojosas; y
muchos tipos hay de dolor que creemos preferibles al placer, cuando acompaña a
estos dolores, tras largo tiempo de soportarlos, un mayor placer. Cierto que
todo placer es, por naturaleza, un bien en sí mismo, y, sin embargo, no todo
placer ha de tomarse; de modo similar, todo dolor es un mal, pero no siempre
han de evitarse todos. Es conveniente pensar en todo esto calculando y
sopesando la utilidad o la inconveniencia que de ellos puede seguirse, porque
hay veces en que un bien se nos hace un mal, al disfrutarlo, y, a la inversa,
veces en que un mal se nos hace un bien. También la autosuficiencia creemos que
es un gran bien: no porque tengamos que vivir siempre con poco, antes para que
sepamos, si no tenemos mucho, conformarnos con poco; y ello por nuestra
profunda convicción de que gozan más placenteramente de la abundancia quienes
menos la necesitan, y de que lo necesario por naturaleza es fácil de lograr,
pero lo superfluo es difícil. Los alimentos frugales pueden comportar disgusto,
pero igual que una comida bien surtida, una vez superado el dolor que produce
necesitar algo; y el pan y el agua proporcionan el màs alto placer, cuando uno
tiene real necesidad de ellos. Acostumbrarse a comidas sencillas, no bien
surtidas, asegura la salud y hace que el hombre soporte sin amargura las
necesidades vitales, y, si a intervalos nos acercamos a la abundancia, nos hace
mejor dispuestos a afrontarla y nos prepara para no temer al azar. Cuando
decimos del placer que es fin no nos referimos a la vida placentera de los
disolutos, o al placer del puro goce -como piensan algunos que no conocen o que
no concuerdan o que mal interpretan nuestra doctrina-, sino a la ausencia de
sufrimiento corporal y de turbación anímica. Porque la base de una vida feliz
no está en beber y andar de parranda, ni en gozar de muchachos ni de mujeres,
ni en los pescados ni en otros manjares que ofrece una mesa bien provista, sino
en el cálculo juicioso que investigue las causas de cualquier aceptación o
rechazo y aparte las opiniones por cuya causa domina, las más de las veces, la
turbación en el alma. El principio de todo esto, y el mayor bien, es la
prudencia, y por ello la prudencia es más apreciable incluso que la filosofía;
de ella nacen las demás virtudes, todas, pues que enseña que no hay vida feliz
donde falten buen juicio, belleza y justicia, y que no hay buen juicio ni
belleza ni justicia donde falte el placer. Porque las virtudes y una vida feliz
son connaturales y no hay fronteras que separen a las unas de lo otro. Puesto
que, si uno tiene opiniones reverentes sobre los dioses y no siente en lo
absoluto miedo ante la muerte y es capaz de razonar el fin natural de las cosas
y de considerar que la cima de los bienes puede lograrse y es fácil de
conseguir, y la de los males por poco tiempo dura y poco esfuerzo cuesta; y si
se ríe del destino, que algunos consideran señor despótico de todas las cosas,
y dice que cosas hay que suceden por necesidad, pero otras por suerte y otras
dependen de nosotros, porque la necesidad es irresponsable y el azar no hay
quien lo vea quieto y nuestra voluntad no admite dueño -razón por la cual puede
criticarse y también ser, al contrario, alabada-; si es así, ¿quién crees que
hay mejor que éste? Porque más valía estar de acuerdo con la historia mítica de
los dioses que esclavizarse al destino de los que todo lo centran en la
naturaleza; el que cree en mitos sugiere la esperanza de que los dioses se
aplacan si se les rinden honores; el destino, en cambio, responde a la
necesidad, que no hay forma de aplacar. Diversamente a lo que cree la mayoría,
nuestro hombre estima que el azar no es un dios -pues nada desordenada hace la
divinidad-y que las causas de las cosas no radican en algo incierto -pues no
cree que del destino se deriven para los hombres bien y mal, determinantes de
una vida feliz, aunque sí que los principios de los bienes y de los males
importantes provienen de él. Nuestro hombre juzga, en fin, que mejor es tener
un recto juicio y mala fortuna que ser afortunada y carecer de tino -pues lo
que en definitiva vale, en nuestras acciones, es que el destino premia el buen
juicio. Estos razonamientos y los que de ellos se derivan, medítalos día y
noche, contigo mismo y con un amigo con quien congenies, y nunca, ni despierto
ni en sueños, conocerás turbación, antes vivirás como un dios entre hombres;
porque en nada se asemeja a un mortal un hombre que viva su vida entre bienes
inmortales.
Traducción de C. Miralles
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