jueves, 4 de enero de 2024

Epicuro filosofìa...Aprender a Pensar

 


Epicuro





Carta a Meneceo

Epicuro a Meneceo, salud.

No por ser joven se aplique uno a la filosofía, ni, viejo, se canse por ello de filosofar. Nadie hay que no esté a tiempo, o al que haya pasado su hora, para la salud del alma. El que dice que no es tiempo aun o que pasó la ocasión del filosofar, éste es semejante a quien dice o que no es todavía momento de ser feliz o que no hay momento para ello. De forma que han de dedicarse a la filosofía tanto el joven como el viejo: el uno para conservarse joven, a pesar de los años, en el recuerdo grato de los bienes que han sido; el otro para que, siendo joven, viejo sea por su impavidez ante el futuro. Conviene, por tanto, atender a lo que hace la felicidad, porque, cuando somos felices, todo lo tenemos, y en cambio, cuando no, todo lo hacemos por lograrla. Tú practica y medita los consejos que siempre te he dado, considerando que son principios básicos del bien vivir. En especial, piensa que la divinidad -según su general intelección sugiere-es un ente incorruptible y feliz, y no le atribuyas nada incompatible con la incorruptibilidad ni impropio de la felicidad: que todas tus opiniones sobre dios puedan salvaguardar, con su incorruptibilidad, su felicidad. Los dioses, desde luego, existen, y es posible, evidentemente, la intelección de su existencia; ahora bien: tal como el común de la gente se los representa, no existen; si se les considera como ellos hacen, salvaguardar su existencia no es posible. Es impío no el que quiere acabar con los dioses del vulgo, sino el que atribuye a los dioses las opiniones del vulgo. Porque las aseveraciones de los más sobre los dioses no son ideas innatas, antes engañosas conjeturas; por eso es que los malos reciben de los dioses los peores males y los buenos lo más que los sirve, porque los dioses, como les es propio, viven siempre en el cultivo de las virtudes y reciben a los que en esto son sus semejantes, mientras que consideran extraño lo que no se asemeja a ellos. Por otra parte, ejercítate en la consideración de que la muerte no es, para nosotros, nada, porque no hay bien ni mal que no pueda sentirse, y la muerte es privación de sentido; de donde: la recta consideración de la muerte como cosa que en nada nos concierne hace gozosa, aunque sea mortal, nuestra vida, sin confiar en un tiempo sin límites sino renunciando a todo deseo de inmortalidad. Pues nada hay, en la vida, terrible; para quien tiene la certeza de que nada terrible conlleva la ausencia de la vida. Y así, vano es el que dice que teme a la muerte porque cuando uno está muerto no es dolorosa, pero sí lo es cuando uno la espera: aquello cuya presencia no conturba, en vano aflige al que lo espera. La muerte no es para nosotros el más temible de los males porque, cuando nosotros somos, la muerte no está, y, cuando la muerte està, entonces nosotros ya no somos; no lo es ni para los vivos, pues, ni para los muertos: para los unos justo porque, para ellos, no es, y para los otros porque ellos ya no son. Pero la mayoría de los hombres ora huyen de la muerte como del mayor mal, ora la buscan como descanso de los males de la vida. El sabio, por su parte, no desdeña vivir pero tampoco teme no vivir, porque ni tiene nada contra la vida ni cree que haya nada malo en no vivir. Del modo como, al comer, no busca la abundancia, sino la exquisitez, así quiere sacarle su fruto al tiempo, no abundante, sino exquisito. El que aconseja al joven que lleve un buen vivir, y al viejo que se prepare para bien morir, éste es imbécil, y no sólo por los goces de la vida; también porque es lo mismo preocuparse por bien vivir y por bien morir. Pero todavía peor quien dice que lo mejor es no haber nacido,

"y, si se ha nacido, pasar cuanto antes las puertas del Hades";

peor, sí, porque, si está convencido de lo que dice, ¿cómo no deja la vida?. Si de cierto es éste su pensamiento, bien puede realizarlo. Y si lo dice por burla, habla en necio de un tema que no lo consiente. Hay que recordar que el futuro no es nuestro ni del todo, no nuestro, para así no abandonarnos completamente a la esperanza de que será ni tampoco desesperar de que sea. Análogamente, hay que pensar que, de los deseos, unos son naturales y otros vanos, y, de los naturales, unos necesarios y otros simplemente naturales; de los necesarios, unos lo son con vistas a la felicidad, otros para una ininterrumpida tranquilidad corporal y otros para la vida misma. Un exacto conocimiento de unos y otros sabe referir su aceptación o rechazo a la salud del cuerpo y a la imperturbabilidad del alma, ya que son el fin de una vida dichosa y es por ello que todo lo hacemos, para no sufrir dolor ni turbación. Cuando por fin lo conseguimos toda la tempestad que antes la dominaba, se disuelve en el alma, y el hombre no ha de preocuparse por nada que le falte ni ha de buscar más nada con que llenar de bienes alma y cuerpo; porque sentimos necesidad de placer, entonces, cuando la ausencia del placer nos duele, pero, cuando no nos duele, no necesitamos placer, ya, y es por ello que decimos que el placer es principio y fin de una vida dichosa, pues entendemos que es el bien más principal y connatural al hombre, del cual partimos para aceptar o rechazar y al cual llegamos discerniendo todo bien con base al sufrimiento como límite. Y pues esto es el más principal bien y connatural, por ello es que no aceptamos cualquier tipo de placer, sino que muchos hay que rechazamos, cuando sus secuelas pueden sernos muy enojosas; y muchos tipos hay de dolor que creemos preferibles al placer, cuando acompaña a estos dolores, tras largo tiempo de soportarlos, un mayor placer. Cierto que todo placer es, por naturaleza, un bien en sí mismo, y, sin embargo, no todo placer ha de tomarse; de modo similar, todo dolor es un mal, pero no siempre han de evitarse todos. Es conveniente pensar en todo esto calculando y sopesando la utilidad o la inconveniencia que de ellos puede seguirse, porque hay veces en que un bien se nos hace un mal, al disfrutarlo, y, a la inversa, veces en que un mal se nos hace un bien. También la autosuficiencia creemos que es un gran bien: no porque tengamos que vivir siempre con poco, antes para que sepamos, si no tenemos mucho, conformarnos con poco; y ello por nuestra profunda convicción de que gozan más placenteramente de la abundancia quienes menos la necesitan, y de que lo necesario por naturaleza es fácil de lograr, pero lo superfluo es difícil. Los alimentos frugales pueden comportar disgusto, pero igual que una comida bien surtida, una vez superado el dolor que produce necesitar algo; y el pan y el agua proporcionan el màs alto placer, cuando uno tiene real necesidad de ellos. Acostumbrarse a comidas sencillas, no bien surtidas, asegura la salud y hace que el hombre soporte sin amargura las necesidades vitales, y, si a intervalos nos acercamos a la abundancia, nos hace mejor dispuestos a afrontarla y nos prepara para no temer al azar. Cuando decimos del placer que es fin no nos referimos a la vida placentera de los disolutos, o al placer del puro goce -como piensan algunos que no conocen o que no concuerdan o que mal interpretan nuestra doctrina-, sino a la ausencia de sufrimiento corporal y de turbación anímica. Porque la base de una vida feliz no está en beber y andar de parranda, ni en gozar de muchachos ni de mujeres, ni en los pescados ni en otros manjares que ofrece una mesa bien provista, sino en el cálculo juicioso que investigue las causas de cualquier aceptación o rechazo y aparte las opiniones por cuya causa domina, las más de las veces, la turbación en el alma. El principio de todo esto, y el mayor bien, es la prudencia, y por ello la prudencia es más apreciable incluso que la filosofía; de ella nacen las demás virtudes, todas, pues que enseña que no hay vida feliz donde falten buen juicio, belleza y justicia, y que no hay buen juicio ni belleza ni justicia donde falte el placer. Porque las virtudes y una vida feliz son connaturales y no hay fronteras que separen a las unas de lo otro. Puesto que, si uno tiene opiniones reverentes sobre los dioses y no siente en lo absoluto miedo ante la muerte y es capaz de razonar el fin natural de las cosas y de considerar que la cima de los bienes puede lograrse y es fácil de conseguir, y la de los males por poco tiempo dura y poco esfuerzo cuesta; y si se ríe del destino, que algunos consideran señor despótico de todas las cosas, y dice que cosas hay que suceden por necesidad, pero otras por suerte y otras dependen de nosotros, porque la necesidad es irresponsable y el azar no hay quien lo vea quieto y nuestra voluntad no admite dueño -razón por la cual puede criticarse y también ser, al contrario, alabada-; si es así, ¿quién crees que hay mejor que éste? Porque más valía estar de acuerdo con la historia mítica de los dioses que esclavizarse al destino de los que todo lo centran en la naturaleza; el que cree en mitos sugiere la esperanza de que los dioses se aplacan si se les rinden honores; el destino, en cambio, responde a la necesidad, que no hay forma de aplacar. Diversamente a lo que cree la mayoría, nuestro hombre estima que el azar no es un dios -pues nada desordenada hace la divinidad-y que las causas de las cosas no radican en algo incierto -pues no cree que del destino se deriven para los hombres bien y mal, determinantes de una vida feliz, aunque sí que los principios de los bienes y de los males importantes provienen de él. Nuestro hombre juzga, en fin, que mejor es tener un recto juicio y mala fortuna que ser afortunada y carecer de tino -pues lo que en definitiva vale, en nuestras acciones, es que el destino premia el buen juicio. Estos razonamientos y los que de ellos se derivan, medítalos día y noche, contigo mismo y con un amigo con quien congenies, y nunca, ni despierto ni en sueños, conocerás turbación, antes vivirás como un dios entre hombres; porque en nada se asemeja a un mortal un hombre que viva su vida entre bienes inmortales.

 

Traducción de C. Miralles

 

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