El Quinto Evangelio
Clemente Palma
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A don Juan Valera
Era de noche. Jesús, enclavado en el madero, no había muerto aún; de
rato en rato los músculos de sus piernas se retorcían con los calambres de
un dolor intenso, y su hermoso rostro, hermoso aun en las convulsiones de
su prolongada agonía, hacía una mueca de agudo sufrimiento… ¿Por qué
su Padre no le enviaba, como un consuelo, la caricia paralizadora de la
muerte?… Le parecía que el horizonte iluminado por rojiza luz se dilataba
inmensamente. Poco a poco fue saliendo la luna e iluminó con sarcástica
magnificencia sus carnes enflaquecidas, las oquedades espasmódicas que
se formaban en su vientre y en sus flancos, sus llagas y sus heridas, su
rostro desencajado y angustioso…
—Padre mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué esta burla cruel de
la Naturaleza?
Los otros dos crucificados habían muerto hacía ya tiempo, y estaban
rígidos y helados, expresando en sus rostros la última sensación de la
vida; el uno tenía congelada en los labios una mueca horrorosa de
maldición; el otro una sonrisa de esperanza. ¿Por qué habían muerto ellos,
y él, el Hijo de Dios, no? ¿Se le reservaba una nueva expiación?
¿Quedaba aún un resto de amargura en el cáliz del sacrificio?…
En aquel momento oyó Jesús una carcajada espantosa que venía de
detrás del madero. ¡Oh! Esa risa, que parecía el aullido de una hiena
hambrienta, la había él oído durante cuarenta noches en el desierto. Ya
sabia quién era el que se burlaba de su dolorosa agonía: Satán, Satán que
infructuosamente le había tentado durante cuarenta días, estaba allí a sus
espaldas, encaramado a la cruz; sentía que su aliento corrosivo le
quemaba el hombro martirizando las desolladuras con la acción dolorosa
de un ácido. Oyó su voz burlona que le decía al oído:
—¡Pobre visionario! Has sacrificado tu vida a la realización de un ideal
estúpido e irrealizable. ¡Salvar a la Humanidad! ¿Cómo has podido creer,
infeliz joven, que la arrancarías de mis garras, si desde que surgió el
primer hombre, la Humanidad está muy a gusto entre ellas? Sabe, ¡oh,
desventurado mártir!, que yo soy la Carne, que yo soy el Deseo, que yo
soy la Ciencia, que yo soy la Pasión, que yo soy la Curiosidad, que yo soy
todas las energías y estímulo de la naturaleza viva, que yo soy todo lo que
invita al hombre a vivir… ¡Loco empeño y necia vanidad es el querer
aniquilar en el futuro lo que yo sabiamente he labrado en un pasado
eterno!…
La lengua de Jesús estaba ya paralizándose, y el frío de la muerte le
invadía como una marea… Hizo un poderoso esfuerzo para hablar:
—El que oyere mis palabras y creyere en el que me envió, tendrá vida
eterna y no vendrá a juicio y pasará de muerte a vida.
—Sí, pasará a la vida estéril y fría de la Nada… La vida es hermosa, y tu
doctrina es de muerte, Nazareno. Tu recuerdo perdurará entre los
hombres; los hombres te adorarán y ensalzarán tu doctrina; pero tú habrás
muerto, y yo, que siempre vivo, que soy la Vida misma, malograré tu divina
urdimbre deslizando en ella astutamente uno solo de mis cabellos… ¡Oh,
maestro!, no es eso lo que tú querías, por cierto; tú querías salvar a la
Humanidad y no la salvarás; porque la salvación que tú ofreces es la
muerte y la Humanidad quiere vivir, y la vida es mi aliento. La vida es
hermosa, iluso profeta… ¿Quieres vivir para velar tú mismo por la
integridad y pureza de tu Buena Nueva? Yo te daré la vida con todas sus
glorias, venturas y placeres: yo te la daré de mis manos…
El pecho de Jesús se convulsionaba en los últimos estertores de la agonía,
sus párpados se cerraban como si los pecados de todos los hombres
gravitaran sobre ellos con el peso de gigantescos bloques de piedra; quiso
responder con una enérgica negativa, no pudo; su garganta se había
helado.
—Todo ha concluido —murmuró Satán con rabia sorda—. ¡Ah, no! Aún
tienes un segundo de vida para que contemples tu obra a través de los
siglos. Mira, Nazareno, mira…
En el espasmo supremo del último instante, Jesús abrió
desmesuradamente los ojos y vio, y vio a ambos lados de su cabeza los
brazos extendidos de Satán evocando sobre el cielo gris una visión
desconsoladora. Vio en el cielo, hacia el Oriente, su propia persona orando
en el huerto de Gethsemaní; copioso sudor bañaba su rostro y su cuerpo;
de pronto, una aparición súbita y luminosa le llenó de congoja y de placer,
un ángel enviado por su Padre le ofreció un cáliz de oro lleno de acíbar
hasta los bordes: «¡Padre Mío, lo beberé hasta las heces!», y lo bebió,
sellando así el compromiso de redimir a la Humanidad. Y la viva luz que
despedía el enviado de su Padre le arrancaba del cuerpo una sombra
inmensa, una larga y obscura cauda que llegaba hasta el cielo de
Occidente, a través de muchos siglos, de muchas razas, de muchas
ciudades. Y lo primero que aparecía bajo esa enorme sombra que cubría
el tiempo y el espacio, fue la cumbre de un monte en donde él, Jesús,
moría crucificado entre dos ladrones. Y seguían después infinidad de
perfidias, de luchas, de cismas, persecuciones y controversias entre los
que creían entender su hermosa doctrina y los que no la entendían. Y vio
transportarse a Roma, la Eterna Ciudad, el núcleo de los adeptos a la
Buena Nueva. Y vio un larga serie de ciudades irredentas, la que, a pesar
de que ostentaban elevadas al cielo las agujas de mil catedrales, eran
hervidero de los vicios más infames y de las pasiones más bajas. Y en
todas partes veía pulular, no ya como símbolos, sino como seres reales,
reproducidos hasta el infinito, pero con rostros distintos, a esas dos
mujeres de Ezequiel: Oolla y Oolliba. Las veía en los conventos, en las
cortes, en las calles, en los templos. Y todas llevaban al cuello collares,
cintas o hilos que sostenían una cruz. Y vio abadías que parecían colonias
de Gomorra, y vio fiestas religiosas que parecían saturnales. Y guerras,
matanzas y asesinatos que se hacían en su nombre, en nombre de la paz,
del amor al prójimo, de la piedad, de esa piedad infinita que le llevó al
sacrificio. Y así como sus compatriotas se burlaban de él, cuando Anán le
condenó a ser azotado y cuando el Procónsul le envió a la muerte, así
también las nuevas ciudades se burlaban de su doctrina, sólo que lo
hacían en unos idiomas extraños, en los que las palabras tenían cuerpo de
plegaria y alma de ironía. En los confines últimos del horizonte vio
levantarse una ciudad llena de cúpulas, de chimeneas fumantes, de
alambres, de torres altas, como la de Babel, y de construcciones extrañas:
esa ciudad era Lutecia; de allí salía un murmullo de hervidero. Un sumo
sacerdote, que era el mismo Satán disfrazado, subió a una torre cristiana y
dirigiéndose a él dijo: «Nazareno, has sido un sublime visionario, creíste
redimirnos y no nos has redimido. S.M. el Pecado reina hoy tan
omnipotente como antes y más que antes. El pecado original, de cuya
mancha quisiste lavarnos, es nuestro más deleitoso y adorado pecado. Ya
no eres sino un nombre convencional, Nazareno…» Y un inmenso rumor
de risas de placer y de locura extinguió la voz del orador. Más allá había
otra ciudad: Londres; un sacerdote semejante al anterior repitió las mismas
palabras; y la Ciudad Eterna, Berlín, San Petersburgo, Madrid, Washington
y mil ciudades más le repitieron lo mismo en mil lenguas distintas. De
pronto, las ciudades se iluminaron como incendiadas; se oyó el estampido
de los cañonazos y el ruido ensordecedor de un jolgorio loco. Era que la
Humanidad despedía al siglo XX y saludaba la venida del siglo XXI. Jesús
no quiso o le faltaron las fuerzas para ver el futuro afrentoso de las razas.
Levantó la mirada al cielo, y en vez de ver allí proyectada la silueta de su
cuerpo orando en el momento en que bebía el cáliz del sacrificio, vio la
silueta extraña de un individuo escuálido, armado de lanza y escudo y
cabalgando en macilento cabalo… ¿Era el ángel de la Muerte que
describía después Juan en el Apocalipsis?…
Pronto lo supo. Satán, con burlona sonrisa e irónico acento, le dijo
inclinándose a su oído:
—He aquí, Maestro, que además de los Evangelios que escribirán Mateo,
Marcos, Lucas y Juan, se escribirá dentro de diez y seis siglos otro que
comenzará así: «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero
acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en
artillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor…»
Pero Jesús ya había muerto y no oyó la inicua burla del genio del mal; sus
hermosos ojos claros quedaron desmesuradamente abiertos, y en sus
pupilas se reflejaba duplicado aquel vasto panorama de la ironía de su
sacrificio a través del tiempo y del espacio. Bajó Satán del madero y todo
ello desapareció; pero en las azules pupilas del Salvador permaneció
estereotipado el cuadro cruel.
¿Fue piedad o impiedad? Satán volvió a encaramarse en el madero, y con
su oprobiosa mano cerró los párpados de la divina víctima.
Y luego huyó dejándose rodar sobre las peñas del Calvario en las que
rebotaba como una pelota de goma.
Cristo pisando uvas |
Clemente Palma
Clemente Palma Ramírez (Lima, 3 de diciembre de 1872 - Lima, 13 de
septiembre de 1946) fue un escritor peruano modernista y crítico literario.
Fue director de la revista Variedades por 23 años (1908-1931). Fue hijo del
intelectual Ricardo Palma y medio hermano de la escritora Angélica
Palma.
Como periodista, comenzó trabajando en El Comercio en 1892 y después
dirigió varias revistas, como El Iris (1894), Prisma (1906-1908) y
Variedades (1908-1931), y el diario La Crónica (1929). A los 20 años
mientras edita la revista Iris, aprovecha para publicar sus cuentos,
mientras paralelamente saca poemas y ensayos en Perú Artístico.
Su primer libro sale a la luz en 1895: Excursión literaria, recopilación de
artículos escritos para El Comercio. Dos cuentos publicados en 1901 le
abren las puertas de la fama: La última rubia (17 de marzo) y Los ojos de
Lina (5 de mayo), que formarían parte de su antogogía Cuentos malévolos,
aparecida en Barcelona en 1904. Con Granja blanca debuta ese mismo
año en la ciencia ficción y en 1905 lo hace en la literatura vampírica con
Vampiras.
La producción de Clemente Palma, uno de los primeros en cultivar el
modernismo en el Perú, estuvo centrada en la narrativa. Aunque fue ante
todo un creador de cuentos, también incursionó en la novela: en 1913
publicó el primer capítulo de la inconclusa La nieta del oidor y
posteriormente, la de ciencia ficción XYZ. Figura clave en el desarrollo del
cuento en su patria, introdujo temas nuevos en la literatura. Clemente
Palma rompió con la tradición literaria peruana, apegada hasta entonces al
costumbrismo, del que su padre había sido un exponente excelente. Sus
historias tratan mayormente de temas fantásticos, psicológicos, de terror y
de ciencia ficción. Sentía atracción por lo morboso y muchos de sus
personajes son anormales y perversos. Denota un fuerte influjo en sus
obras de Edgar Allan Poe y, en menor medida, de los escritores rusos del
siglo XIX y del decadentismo francés.
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