miércoles, 24 de marzo de 2021
Machu Picchu, a ritmo de pisco sour y cerveza cusqueña....
DAME ALEGRÍA
Por Omar Pérez Santiago, escritor
— Oh, suspiré, como cientos de turistas cada día.
Como cientos de estremecidos turistas cada día, me acerqué al balcón desde donde se ve la asombrosa ciudadela de Machu Picchu.
Abajo, muy abajo corre la curva del río torrentoso Willcamayu (“río del Sol”, en quechua, río que va a dar a la Amazonía, que es el morir).
La imagen de tarjeta portal es prodigiosa.
Por un momento, me siento lleno de ritualidad, como esa ritualidad mágica que hay en ciertos pasajes del Antiguo Testamento. (Dame alegría).
Como cientos de turistas que llegan en zapatillas de running, ligeras y con suelas de tracción y amortiguación, caigo rendido ante las montañas de la locura y la construcción de los incas.
Machu Picchu atrae como imán pop. Ha hechizado a todo tipo de seres humanos. Rojos, azules y verdeaguas.
Nadie queda indiferente.
Subir a Machu Picchu es una aventura alucinante.
El turismo está detenido hoy por la pandemia y las noticias dicen que aparecen osos andinos en la ciudadela.
Soy turista, sí, pero ni dócil ni idiota para no darme cuenta que también hay permanentes protestas pues los precios del tren y de la entrada, son exorbitantes para nosotros, latinoamericanos. El mundo está hecho para ricos.
Pero, a pesar de ello, en tu momento debes estar preparado para salir del mundo digital, del celular, y subir escaleras, muchas escaleras de piedras milenarias. Nada, nada puede superar tu vivencia personal.
¿Qué buscamos cuando viajamos?
¿Qué buscas tú?
¿La curiosidad de saber cómo viven o cómo vivieron otros?
Machu Picchu genera muchas impresiones.
Investigar, preguntar, conversar, caminar, comer, reír. Subir escaleras. Tomar apuntes en un cuaderno de tapas verdes. Borronear imágenes.
Seguir un conejo blanco, cruzar una frontera, el siempre jovial mundo análogo.
Un taxista nos fue a buscar de madrugada a un hotel del Cusco a las 5 de la madrugada. La mañana está empolvada de sol que aparece detrás de la montaña de Los Andes.
¡Qué cosas me hace recordar el amarillo de la luz que se levanta como aullido de gato!
El taxista nos trajo hasta Ollataytamba. La aurora vestida de violeta entra en el llamativo Valle Sagrado de los Incas, rodeado de montañas muy altas y cruzado por el río Urubamba.
Allí desayunamos mientras esperamos el tren azul que entre paredes rocosas y llenas de vegetación, que parece que podemos rozar con los dedos, nos lleva hasta Machu Picchu pueblo o Aguas Calientes.
El pueblo es un peculiar rincón turístico, una pequeña meseta entre montañas verdes, donde los edificios se aprietan, amarrados unos tras otros a los pies de la cordillera para no caerse en el río torrentoso y sonoro que lo cruza.
Caminamos por sus pocas calles turísticas que titubean y se adelgazan hasta un paradero, donde un bus común nos elevó hasta las puertas de la ciudadela por un enmarañado camino en zig-zag de quince planos inclinados sucesivos, a 700 metros de altura desde allí.
Al salir de las ruinas por la tarde se puso a llover torrencialmente. Aparecieron paraguas y capas de vinilo agua protectoras. Bajamos en bus, cenamos en Aguas Calientes y antes de bebernos el aperitivo de Pisco Sour, hubo rayos y truenos.
¡KRAAAKAA BOOM!
Desde la terraza del restaurante vemos trotar en zapatillas de running a los turistas gringos, alemanes, italianos, franceses y españoles que seguían llegando a Machu Picchu. Los gringos.
El total de gringos es inferior a la suma de sus partes. Muchos idiomas en un mismo punto.
Lo seguro es que ninguno de los gringos se extravía. Los mapas los traen en su Iphone. Vienen con protectores de agua, gorros. Vienen preparados para la guerra, pienso. En zapatillas de running.
A medianoche, aún caía la lluvia tempestuosa al volver al centro del Cusco.
En el hotel, mientras bebo una cerveza cusqueña, en mi cuaderno verde con mi elegante lapicera Parker, regalo de mi mujer, escribo:
DAME ALEGRÍA.
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DAME ALEGRÍA
Por Omar Pérez Santiago
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