domingo, 24 de febrero de 2013

Obras de José María Arguedas


FIESTA EN TINTA

José María Arguedas*

Tinta fue capital de Corregimiento durante la Colonia. Al Corregimiento de Tinta pertenecía Tungasuca. Tinta es­tá en la quebrada, a la orilla del Vilcanota, entre maizales y campos de trigo. Tungasuca es pueblo de altura; está casi a 4,000 metros, junto a un lago pequeño rodeado de chacras de cebada; laguna de agua limpia. Túpac Amaru, el primer caudillo indio, el primer quechua culto que se rebeló contra el régimen colonial, fue cacique de Tungasuca. Pero residía en Tinta, cabeza del Corregimiento.

En Tinta escribió Clorinda Matto de Turner su novela "Aves sin nido", primer intento de novela peruana, la pri­mera descripción que se hace de la vida miserable del indio peruano.

El cura que escribió el "Ollantay" fue el cura de Tinta, el primero que lo escribió. La primera vez que se representó el "Ollantay" fue para Túpac Amaru, en Tinta.

Entre los indios que mandó fusilar Areche después de la sublevación de Túpac Amaru, estuvo Illatinta, campanero de la iglesia. Pero cuentan que la virgen bajó del cielo ante el pueblo reunido y las tropas del rey; levantó suavemente el cuerpo del campanero y se lo llevó por el aire, hasta la to­rre del pueblo; lo dejó allí, repicando alegre las campanas, a todo vuelo, avisando al pueblo su propia resurrección. Vein­te años después murió Illatinta. Pero en la iglesia del pueblo queda un cuadro de la época, donde está descrito el milagro minuciosamente y el pueblo entero, con todas las casas y sus calles.

Ahora Tinta es un pueblo silencioso; en sus calles angos­tas, calles de indios, crecen hierbas, caminan indios elegan­tes; casi todas sus casas están cerradas por candado de ma­dera, de factura india. Cerca de dos siglos después de la rebe­lión de Túpac Amaru, Tinta, como todos los pueblos de estie valle del Vilcanota, es acaso más que entonces pueblo de indios

El 27 de agosto es la fiesta grande de Tinta. Desde la ma­ñana salen los waynas, los hombres solteros, a pasear en las calles, tocando flauta. Se visten con gran elegancia y con ro­pa nueva. En pandilla de tres, hasta de veinte, caminando al­tivos, entran a la plaza por las cuatro esquinas. Todos tocan flauta, como anunciando que son libres; caminan más rápi­do en la plaza, y con más orgullo; cruzan entre las vendedo­ras de chicha, mirando alto; llegan a las tiendas de las esqui­nas, y entre ellos solos, los waynas se convidan cañazo. Sa­len a ratos hasta la puerta de las tiendas, y miran la plaza, llena de pasñas, como dominadores y dueños. En sus pon­chos nuevos, en fondo negro, gris o blanco, anchos pallays, con figuras de pájaros, de venados y de las flores más her­mosas del campo, en verde, rojo y azul.

Las mujeres solteras, las pasñas, venden chicha en el centro de la plaza, bajo los árboles de eucalipto y capulí, que hacen sombra en la tierra. Su elegancia, la hermosura de sus vestidos, es mucho más india y más noble. Paradas junto a las mak'mas de chicha, envueltas en sus llikllas ver­des, rojas o negras; con sus monillos de Castilla o de bayeta, bien ceñidos al cuerpo, y sus faldas largas de bayeta, has­ta quince polleras una sobre otras; y anillos de plata en los dedos; tupus antiguos ó prendedores de plata, en forma de paloma o de pavo, sujetando la lliklla; con sus monteras redondas, negras, ribeteadas con cinta azul y algunas flores bordadas en la copa; descalzas. Acaso no hay en el Perú un vestido más hermoso. La disposición de los colores y de los adornos guarda siempre la armonía más perfecta, armonía también con el rostro y el cuerpo de las pasñas, con el pue­blo, con el color; la hermosura y la luz del paisaje. Vistas de espaldas, el rebozo cae de la cabeza, de debajo de la monte­ra, casi hasta el borde de la falda se extiende el cuerpo. Vis­tas de lejos, de pie junto a las grandes mak'mas de chicha, o bailando en la plaza, bajo los árboles de capulí, o en el cam­po abierto, parecen la creación preferida de esta tierra, la imagen de lo que el Ande tiene de color, de alegría, de su propia, de su inconfundible e imponente belleza.

A pesar de su orgullo, de su altivez desdeñosa, los way­nas llevan en los zapatos de fútbol y en los cinturones de cuero la fea marca del vestido híbrido y desaliñado del mes­tizo. La pasña, en cambio, es todavía Ande puro, quechua intocado, a pesar de las cintas, de la castílla y de los pavos de plata que luce en el pecho.

Mientras las pasñas y los waynas se miran desde lejos, los viejos, los runas, toman chicha en grandes vasos, sentados en los bancos de la plaza. Comentan la fiesta, miran alegres los grupos de waynas que tocan quenas desde las esquinas o cruzando la plaza. Se convidan, y reposadamente vacían las mak'mas de chicha.

Atardeciendo, mientras en un extremo de la plaza, en un coso levantado con árboles de eucalipto, indios vestidos de rojo y azul torean toros matreros, en todo el campo libre bailan. Bandas de flauteros rodeados de pasñas y waynas que bailan frenéticos, dan vueltas, bailando, de esquina a esqui­na; se detienen un instante junto a los altares de las esqui­nas, y siguen; a ratos gritan, con su voz más delgada; y la quebrada, por donde resbala tranquilo el Vilcanota, repite varias veces los gritos. Los indios que están trepados en las barreras van entrando al baile, dejan el coso vacío; termina la corrida; y nadie mira, porque todos bailan.

El sol de anochecer apenas alumbra. Ni un misti, ni un hombre vestido de casimir se ve en la plaza; los pocos que han ido a ver la corrida y los vecinos de Tinta miran desde los balconcitos de sus casas. No cuentan. En la plaza hay co­mo cincuenta flauteros tocando. Las pasñas, con sus largas rebozas verdes, negras, rojas y azules, dan vueltas, bailando ligero, en el campo libre; los waynas las siguen, pero se ven pesados y torpes junto a las pasñas que danzan airosas, ha­ciendo girar sus polleras y el rebozo, al compás del wayno, en vueltas rápidas, pero siémpre con un ritmo ardiente, con una armonía de wayno que nunca se equivoca.

La música baja hasta el río, con el viento sube por la quebrada, llega hasta los caseríos próximos.

Cuando anochece, en la oscuridad del crepúsculo, el bai­le es más loco. La plaza está llena de indios que bailan y cantan, como desesperados. Ya ni se detienen junto a los al­tares; la plaza parece chica, no queda campo libre; los árbo­les se mueven cuando los bailarines pasan bajo su sombra.

En la oscuridad siguen bailando. Salen a las calles, en "pandillas"; se reparten por todo el pueblo. Prende la fies­ta en toda Tinta. Las pandillas se cruzan y se encuentran en las esquinas. Como hace cuatro siglos, cinco siglos, el wayno es la fuerza, es la voz, es la sangre eterna de todas las fiestas del Perú del Ande.

Bajo el puente de cal y canto de Tinta pasan las aguas del Vilcanota, silenciosas y transparentes.

* “La Prensa”, Buenos Aires, 20 de octubre de 1940.

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