sábado, 21 de septiembre de 2013

Prostíbulos en Lima


Ventanitas del placer





En el jirón más libidinoso de la Lima del siglo XX, los parroquianos eran seducidos desde las ventanas que miraban a la calle. Siete largas cuadras ofrecían espacios suficientes no solo para copular, sino también para bailar y dispersarse. Una singular investigación del arquitecto Roberto Prieto, próxima a publicarse, muestra la realidad prostibularia de la ciudad capital.

Por Ghiovani Hinojosa


La ‘mamita’ Luz Gómez abre el rústico portón verde e invita a procesar la excitación, a mezclarla con tertulias literarias y a danzar con inaudita desenvoltura en la pista de baile. Es la antesala de la cópula, un momento previo muy tenido en cuenta en los burdeles limeños de mediados del siglo pasado. La pacatería capilatina entonces había extirpado de las conversaciones aceptadas socialmente no solo la sexualidad, sino también cualquier poema o canción que parezca transgresor. Así que empinar los codos sobre una mesita del gran salón y cerrar los ojos para oír, entre humo y risotadas, los fraseos del bolerista Daniel Santos era la libertad: “En el juego de la vida/Juega el grande y juega el chico/Juega el blanco y juega el negro/Juega el pobre y juega el rico…”, reproducía la vieja rocola.

Juan Marcoz, otrora bohemio periodista del diario “La Crónica”, cuenta que el burdel de la ‘mamita’ Luz estaba conformado por “pupilas que en octubre dejaban de prostituirse para convertirse en pudorosas sahumadoras de la procesión del Señor de los Milagros, y en Semana Santa aceptaban el silencio y el recato hasta la medianoche del viernes en que empezaban a jaranearse”. Algunas de las queridísimas eran “La Incompleta” (llamada así porque “no tenía nada por adelante ni por atrás”), Chacha e Hilda. Este emblemático antro del placer fue, según los más memoriosos, uno de los espacios sexuales más requeridos del jirón Huatica, la arteria prostitucional por excelencia de la Lima de antaño.

La calle de los gemidos

“A los 12 años se conversaba entre chiquillos de un paraíso sexual donde había mujeres dispuestas. Huatica fue el centro de bautismo sexual para cualquier ciudadano. La norma era salir de pito”, rememora Jorge Vega “Veguita”, según el testimonio recogido por el arquitecto Roberto Prieto para su investigación “Guía secreta. Barrios Rojos y Casas de Prostitución en la Historia de Lima” (2009). Según las pesquisas de Prieto, las autoridades ediles ordenaron la concentración de casas de citas en Huatica –hoy jirón Renovación, en La Victoria– en 1928, ante el boom de burdeles que siguió al derrumbe del muro que cercaba Lima en 1872. “La capital era chica y cerrada hasta en la idiosincracia. Cuando la ciudad empezó a crecer a fines del siglo XX, hubo una apertura mental en los limeños y los prostíbulos se multiplicaron”, relata el investigador.

Así es que, durante casi tres décadas –en Huatica la prostitución se extendió hasta 1956–, siete cuadras enteras de esta calle fueron tomadas por “boquitas pintadas” que, apostadas en las ventanas de sus casas, recibían a urgidos parroquianos. La fisonomía del jirón era festiva: aguateros, fritangueros, guardianes y cafichos pululaban murmurando y riendo resueltos. Tal vez por eso una revista de la época no dudó en llamarla “gran empresa puteril”.

Huatica estaba pulcramente dividida según las leyes de la oferta y de la demanda: en las primeras cuadras, las connacionales ofrecían su “amor” a un sol (entonces, un empleado común ganaba semanalmente alrededor de 12 soles), mientras que en las últimas, las francesas, rusas y polacas eran las más cotizadas. Estas últimas habían huido del horror de las guerras mundiales en Europa y habían encontrado una polémica manera de brillar entre los hombres.

El escritor Mario Vargas Llosa trae en su novela “El pez en el agua” algunas precisiones sobre la distribución de las cuadras. “La más cara (la de las francesas) era la cuarta; luego, hacia la tercera y la quinta, las tarifas declinaban hasta llegar a las putas viejas y miserables de las primeras. Ruinas humanas que se acostaban por dos o tres soles (las de la cuarta cobraban veinte)”, dice en la página 123. Nuestro escritor más importante era un fecundo conocedor de la realidad putañera de Huatica. Una vez, cuenta en ese libro, fue recibido por una brasileña en la zona de las extranjeras. “La mujer no se desnudó. Se levantó la falda y, viéndome tan confuso, se echó a reír y me preguntó si era la primera vez. Cuando le dije que sí, se puso muy contenta porque, me aseguró, desvirgar a un muchacho traía suerte”, relata.

No fueron pocos los personajes de las artes y ciencias peruanas que empezaron su vida sexual en esta emblemática calle victoriana. El psiquiatra Mariano Querol se lo contó así al arquitecto Roberto Prieto: “Yo me inicié con prostitutas en un barrio de prostitución, concretamente en el “20 de Setiembre”, que se cambió de nombre a Huatica, por protestas de los italianos por su día de independencia (…) Buscaba a las blancas porque eran las más pulcras, mejor vestidas, el olor… Yo trataba de encontrar siempre la misma porque se entablaba una relación, una rebaja; era caserito (…) Se establecía una relación que hacía conversar”.

Prieto recuerda que, por esos años, empezaron las migraciones masivas de hombres y mujeres de la sierra del país a Lima. Los nuevos habitantes, según él, cambiaron drásticamente la dinámica sexual de Huatica. “Datos fidedignos aseguran que fue en esta vía donde las meretrices extranjeras, al ver amenazada su economía producto del aumento de provincianas que cobraban una ganga, inventaron una novedosa oferta copulatoria a la que llamaron ‘servicio completo’ o ‘tres platos’”, revela. Otros personajes –el comisario Alfredo Palacios ‘Rascachucha’, el superdotado caficho ‘Pinchesqui’ y la extraviada poeta de la cama ‘Shimabuco’– completan la historia de este jirón en el que alguna vez cabieron, apretujadas y extasiantes, 256 casas de citas.

Sexo en la periferia

“Ir a huatiquear” –como se decía– ya no era común en los cincuenta. Desde 1956 y hasta 1966, casi todos burdeles de Huatica se habían trasladado al final de la avenida México, a espaldas del cerro El Pino, a una zona bautizada como La Floral. Ese fue, según Roberto Prieto, el segundo y último barrio rojo limeño. En medio de vendedores ambulantes –recién aparecidos en la capital– y broncas callejeras, miles de peruanos disiparon sus más calientes instintos sexuales en casuchas en medio de un pampón. Y es que La Floral estaba ubicada en los extramuros de la ciudad, junto a unos terrenos agrícolas que anunciaban el fin de la urbe. Allí nadie los apuntaba con el dedo.

“De pronto, La Floral quedaba en el centro”, interviene Prieto. Lima había crecido tanto en los sesenta que ya parecía no haber un espacio donde agrupar las casas de placer. Entonces, todas se desperdigaron por avenidas y jirones muy transitados, como Amazonas, Quilca y algunas arterias del Rímac. Sin embargo, en un ejercicio de extraña sinergia sexual, los prostíbulos se asentaron en torno a dos enclaves: el kilómetro cinco y medio de la Carretera Central y el final de la avenida Argentina, en el Callao.En el primero, decenas de ‘moteles’ de dos pisos albergaron a furtivos amantes que llegaban en discretos automóviles; y en el segundo, se instaló El Trocadero, un centro del placer de tinte popular que, según Prieto, incluía uno de los salones de baile más apreciados de la época, en cuyos rincones –revela– se oyó la salsa por primera vez en el Perú. Así de real es la historia prostitucional de Lima, esta ciudad en la que, según dijo alguien, “antes gozaban pero callaban”.


http://www.larepublica.pe/13-09-2009/ventanitas-del-placer

No hay comentarios: