lunes, 12 de marzo de 2012

Gabriel García Márquez y golpe a Allende


Crónica de una tragedia organizada

La Maga, Nota del 16 del 9 de 1998.

A fines de 1969, tres generales del Pentágono cenaron con cuatro militares chilenos en una casa de los suburbios, de Washington. El anfitrión era el entonces coronel Gerardo López Angulo, agregado aéreo de la misión militar de Chile en los Estados Unidos, y los invitados chilenos eran sus colegas de las otras armas. La cena era en honor del director de la Escuela de Aviación de Chile, general Carlos Toro Mazote, quien había llegado el día anterior para una visita de estudio. Los siete militares comieron ensalada de frutas y asado de ternera con guisantes, bebieron los vinos de corazón tibio de la remota patria del Sur donde había pájaros luminosos en las playas mientras Washington naufragaba en la nieve. y hablaron en inglés de lo único que parecía interesar a los chilenos en aquellos tiempos: las elecciones presidenciales del próximo septiembre. A los postres, uno de los generales del Pentágono preguntó qué haría el ejército de Chile si el candidato de la izquierda. Salvador Allende, ganaba las elecciones. El general Toro Mazote contestó: “Nos tomaremos el Palacio de la Moneda en media hora, aunque tengamos que incendiario”.
Uno de los invitados era el general Ernesto Baeza, actual director de la Seguridad Nacional de Chile, que fue quién dirigió el asalto al palacio presidencial en el golpe reciente, y quien dio la orden de incendiarlo. Dos de sus subalternos de aquellos días se hicieron célebres en la misma jornada: el general Augusto Pinochet, presidente de la Junta Militar, y el general Javier Palacios, que participó en la refriega final contra Salvador Allende.
También se encontraba en la mesa el general de brigada aérea Sergio Figueroa Gutiérrez, actual ministro de Obras Públicas, y amigo íntimo de otro miembro de la Junta Militar, el general del aire Gustavo Leigh, que dio la orden de bombardear con cohetes el palacio presidencial. El último invitado era el actual almirante Arturo Troncoso, ahora gobernador naval de Valparaíso, que hizo la purga sangrienta de la oficialidad progresista de la marina de guerra, e inició el alzamiento militar en la madrugada del 11 de septiembre. Aquella cena histórica fue el primer contacto de Pentágono con oficiales de las cuatro armas chilenas. En otras reuniones sucesivas, tanto en Washington como en Santiago, se llegó al acuerdo final de que los militares chilenos más adictos al alma y a los intereses de los Estados Unidos se tomarían el poder en caso de que la Unidad Popular ganara las elecciones. Lo planearon enfrío, como una simple operación de guerra, y sin tomar en cuenta las condiciones reales de Chile.

El plan estaba elaborado desde antes, y no sólo como consecuencia de las presiones de la Internacional Telegraph & Telephone (ITT), sino por razones mucho más profundas de política mundial. Su nombre era Contingency Plan. El organismo que la puso en marcha fue la Defense Intelligence Agency del Pentágono, pero la encargada de su ejecución fue la Naval Intelligence Agency, que centralizó y procesó los datos de las otras agencias, inclusive la CIA, bajo la dirección política superior del Consejo Nacional de Seguri-dad. Era normal que el proyecto se encomendara a la marina, y no al ejército, porque el golpe de Chile debía coincidir con la Operación Unitas, que son las maniobras conjuntas de unidades norteamericanas y chilenas en el Pacífico. Estas maniobras se llevaban a cabo en septiembre, el mismo mes de las elecciones, y resultaba natural que hubiera en la tierra y en el cielo chilenos toda clase de aparatos de guerra y de hombres adiestrados en las artes y las ciencias de la muerte.
Por esa época, Henry Kissinger dijo en privado a un grupo de chilenos: "No me interesa ni sé nada del Sur del Mundo, desde los Pirineos hacia abajo". El Contingency Plan estaba entonces terminado hasta su último detalle, y es imposible pensar que Kissinger no estuviera al corriente de eso, y que no lo estuviera el propio presidente Nixon.


El ejército más sanguinario del mundo

Un golpe militar, dentro de aquellas condiciones, no podía ser incruento. Allende lo sabía. No se juega con fuego, le había dicho a Rossana Rossanda. Si alguien cree que en Chile un golpe militar será como en otros países de América, con un simple cambio de guardia en la Moneda, se equivoca de plano. Aquí, si el ejército se sale de la legalidad habrá un baño de sangre. Será Indonesia. Esa certidumbre tenía un fundamento histórico.
Las fuerzas armadas de Chile, al contrario de lo que se nos ha hecho creer, han intervenido en la política cada vez que se han visto amenazados sus intereses de clases, y lo han hecho con una tremenda ferocidad represiva. Las dos constituciones que ha tenido el país en un siglo fueron impuestas por las armas, y el reciente golpe militar era la sexta tentativa de los últimos cincuenta años.
El ímpetu sanguinario del ejército chileno le viene de nacimiento, en la terrible escuela de la guerra cuerpo a cuerpo contra los araucanos, que duró 300 años. Uno de sus precursores se vanagloriaba, en 1620, de haber matado con su propia mano, en una sola acción, a más de 2.000 personas. Joaquín Edwards Bello cuenta en sus crónicas que durante una epidemia de tifo exantemático, el ejército sacaba a los enfermos de sus casas y los mataba con un baño de veneno para acabar con la peste. Durante una guerra civil de siete meses, en 1891, hubo 10.000 muertos en una sola batalla. Los peruanos aseguran que durante la ocupación de Lima, en la guerra del Pacífico, los militares chilenos saquearon la biblioteca de don Ricardo Palma, pero no usaban los libros para leerlos sino para limpiarse el trasero.
Con mayor brutalidad han sido reprimidos los movimientos populares. Después del terremoto de Valparaíso, en 1906, las fuerzas navales liquidaron la organización de trabajadores portuarios con una masacre de 8.000 obreros. En Iquique, a principios de siglo, una manifestación de huelguistas se refugió en el teatro municipal, huyendo de la tropa, y fueron ametrallados: hubo 2.000 muertos. El 2 de abril de 1957 el ejército reprimió una asonada civil en el centro comercial de Santiago, y causó un número de víctimas que nunca se pudo establecer, porque el gobierno escamoteó los cuerpos en entierros clandestinos. Durante una huelga en la mina de El Salvador, bajo el gobierno de Eduardo Frei, una patrulla militar dispersó a bala una manifestación y mató a seis personas, entre ellas varios niños y una mujer en cinta. El comandante de la plaza era un oscuro general de 52 años, padre de cinco niños, profesor de geografía y autor de varios libros sobre asuntos militares: Augusto Pinochet.
El mito del legalismo y la mansedumbre de aquel ejército carnicero había sido inventado en interés propio de la burguesía chilena. La Unidad Popular lo mantuvo con la esperanza de cambiar a su favor la composición de clase de los cuadros superiores Pero Salvador Allende se sentía más seguro entre los Carabineros, un cuerpo armado de origen popular y campesino que estaba bajo el mando directo del presidente de la república. En efecto, sólo los ofi-ciales más antiguos de los Carabineros secundaron el golpe. Los oficiales jóvenes se atrincheraron en la escuela de suboficiales de Santiago y resistieron durante cuatro días, hasta que fueron aniquilados desde el aire con bombas de guerra.
No quedara en Chile ningún rastro de las condiciones políticas y sociales que hicieron posible la Unidad Popular. Cuatro meses después del golpe, el balance era atroz: casi 20 mil personas asesinadas, 30 mil prisioneros políticos sometidos a torturas salvajes, 25 mil estudiantes expulsados y más de 200 mil obreros licenciados. La etapa más dura, sin 
embargo, aún no había terminado.


La verdadera muerte de un presidente

A la hora de la batalla final, con el país a merced de las fuerzas desencadenadas de la subversión, Salvador Allende continuó aferrado a la legalidad. La contradicción más dramática de su vida fue ser al mismo tiempo enemigo congénito de la violencia y revolucionario apasionado, y el creía haberla resuelto con la hipótesis de que las condiciones de Chile permitían una evolución pacífica hacia el socialismo dentro de la legalidad burguesa. La experiencia le enseñó demasiado tarde que no se puede cambiar un sistema desde el gobierno sino desde el poder.
Esa comprobación tardía debió ser la fuerza que lo impulsó a resistir hasta la muerte en los escombros en llamas de una casa que ni siquiera era la suya, una mansión sombría que un arquitecto italiano construyó para fábrica de dinero y terminó convertida en el refugio de un presidente sin poder. Resistió durante seis horas, con una ametralladora que le había regalado Fidel Castro y que fue la primera arma de fuego que Salvador Allende disparó jamás. El periodista Augusto Olivares, que resistió a su lado hasta el final, fue herido varias veces, y murió desangrándose en la Asistencia Pública.
Hacia las cuatro de la tarde, el general de división Javier Palacios logró llegar al segundo piso, con su ayudante, el capitán Gallardo, y un grupo de oficiales. Allí, entre las falsas poltronas Luis XV y los floreros de dragones chinos y los cuadros de Rugendas del salón Rojo, Salvador Allende los estaba esperando. Llevaba en la cabeza un casco de minero, y estaba en mangas de camisa, sin corbata, y con la ropa sucia de sangre. Tenía la metralleta en la mano.
Allende conocía bien al general Palacios. Pocos días antes le había dicho a Augusto Olivares que aquel era un hombre peligroso que mantenía contactos estrechos con la embajada de los Estados Unidos. Tan pronto como lo vio aparecer en la escalera, Allende le gritó: Traidor, y lo hirió en una mano. Allende murió en un intercambio de disparos con esta patrulla. Luego, todos los oficiales, en un rito de casta, dispararon sobre el cuerpo. Por último un suboficial le destrozó, la cara con la culata del fusil. La foto existe: la hizo el fotógrafo Juan Enrique Lira, del periódico El Mercurio, el único a quien se permitió retratar el cadáver. Estaba tan desfigurado, que a la señora Hortensia Allende, su esposa, le mostraron el cuerpo en el ataúd, pero no permitieron que le descubriera la cara.
Había cumplido 64 años en el julio anterior, y era un Leo perfecto: tenaz, decidido e imprevisible. Lo que piensa Allende sólo lo sabe Allende me había dicho uno de sus ministros. Amaba la vida, amaba las flores y los perros, y era de una galantería un poco a la antigua, con esquelas perfumadas y encuentros furtivos. Su virtud mayor fue la consecuencia, pero el destino le deparó la rara y trágica grandeza de morir defendiendo a bala el mamarracho anacrónico del derecho burgués, defendiendo una Corte Suprema de Justicia que lo había repudiado pero que había de legitimar a sus asesinos, defendiendo un Congreso miserable que 16 había declarado ilegítimo, pero que había de sucumbir complacido ante la voluntad de los usurpadores, defendien-do la libertad de los partidos de oposición que habían vendido su alma al fascismo, defendiendo toda la parafernalia apolillada de un sistema de mierda que él se había propuesto aniquilar sin disparar un tiro. El drama ocurrió en Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasara la historia como algo que nos sucedió sin remedio a todos los hombres de este tiempo, y que se quedó en nuestras vidas para siempre.




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