viernes, 9 de diciembre de 2011

Diógenes, el Filósofo que zurraba a la Filosofía II





- Lo encontraron una vez hablando con una estatua. “Me estoy acostumbrando a recibir negativas”, repuso.

- Interrogado sobre por qué la gente daba limosna a los pobres y no a los filósofos, respondió: “Porque piensan que pueden llegar a ser pobres, pero nunca a ser filósofos”.

Vivió como un vagabundo en Atenas. Dormía a la entrada de los templos cubierto por su manto, pero un día de lluvia tuvo problemas para dormir. Entonces consiguió un tonel vacío que habían usado en el templo de Cibeles y lo tomó por vivienda. “¿Quién posee una vivienda más cómoda y más fácil de mantener?”, se dijo a sí mismo. Cuando quería mudarse, sólo empujaba el tonel
Obtuvo fama durante su estadía ateniense, y a veces diversas personas acudían a su tonel por las noches para pedirle consejo. En los peores casos, Diógenes los insultaba; en otros, sólo los regañaba, diciéndoles que sus preocupaciones eran causadas por los bienes que poseían: casas que debían mantener, esclavos que alimentar, etc. Las gentes admiraban su discurso y lo incitaban a escribir tratados filosóficos sobre el rechazo de los bienes de este mundo. Pero a él, que se regía por los principios de autonomía y desprecio de los usos de la sociedad, no le interesaba la idea de formar escuela -no se ha encontrado ningún texto escrito por Diógenes (en opinión personal, no creo que nunca se haya dedicado a escribir uno). Sólo hablaba de su visión de la vida, y sus discursos se volvían filosóficos. Sus detractores lo comenzaron a apodar “El Perro”. Diógenes se reía: decía que vivía mejor que dicho animal, ya que no tenía amo a quién obedecer.

Cierta vez, se embarcó rumbo a Egina. Su nave fue atacada por piratas que capturaron a los tripulantes y los llevaron a Corinto para venderlos como esclavos. Un hombre adinerado, Jeníades -a veces se escribe Xeniades-, pasaba por el mercado aquel día y se sorprendió de encontrar a un sujeto barbudo en la venta de esclavos.

-¿Qué sabes hacer?– le preguntó a Diógenes.
-¡Mandar! ¡Cómprame si quieres comprobarlo!

Divertido, Jeníades lo compró. Pronto comprendió que Diógenes era un sabio, y no dudó en convertirlo en preceptor de sus hijos. Se dice que ciertos admiradores atenienses se le acercaron para negociar su libertad con Jeníades y regresarlo a Atenas. Diógenes rechazó la oferta, diciéndoles: “aprendan a vivir sin mí, porque yo puedo vivir sin ustedes”.

Los hijos de Jeníades crecieron y, en cuanto abandonaron la casa, el corintio puso en libertad a Diógenes. Éste, sin perder más tiempo, se dirigió hacia el puerto, encontró un tonel y se instaló en él. En Corintio envejeció sin cambiar su modo de vida. Consiguió más fama e incluso los extranjeros se le acercaban a solicitarle consejo. En esta ciudad ocurrieron otras anécdotas:

- Al anunciar Filipo que iba a atacar Corintio, y al estar todos dedicados a los trabajos y corriendo de un lado a otro, él empujaba, haciéndolo rodar, el tonel en que vivía. Como alguien le preguntó “¿por qué lo haces, Diógenes?”, dijo “porque, estando todos tan apurados, sería absurdo que yo no hiciera nada. Así que echo a rodar mi tonel, no teniendo otra cosa en qué ocuparme”.

- Diógenes se encontraba en el cranium, lugar donde entrenaban los atletas corintios para las olimpiadas. Él estaba tendido, disfrutando del sol de mediodía. Alejandro Magno en persona se le acercó: el macedonio conocía bien la reputación de Diógenes, y quería conocerlo. El dueño del mundo estaba de pie frente al vago. “Dime, ¿hay algo que puedo hacer por ti? Lo que digas te será concedido”. “Sólo una cosa -repuso Diógenes, señalando una mano al cielo y otra a la sombra que Alejandro proyectaba-. No me quites el sol”. Los cortesanos que presenciaron la escena rieron. Alejandro, de todas maneras, dijo: “Si no hubiese sido Alejandro, habría querido ser Diógenes”.
- En otra ocasión, Alejandro encontró a Diógenes mirando una pila de huesos. Diógenes le dijo: “Busco los huesos de tu padre, pero no puedo diferenciarlos de los de un esclavo”.
Luego de andar errante un par de meses llegó a Atenas, donde escuchó a varios filósofos que profesaban ideas parecidas. Antístenes, un maestro ascético que había sido discípulo de Sócrates, llamó su atención y se volvió su seguidor por un tiempo. Fuentes de la época confirman que pronto superó a Antístenes en austeridad y fama, ya que puso en práctica de manera radical las lecciones aprendidas. Después, (re)consideró que la mejor forma de vivir era no acatar las lecciones de nadie. Recordando siempre al oráculo, desafió la corriente, las costumbres -la falsa moneda de la moralidad. En vez de cuestionarse qué estaba realmente mal, la gente se desvivía evitando únicamente lo que era visto convencionalmente como malo. Para los griegos, comer en medio del mercado estaba mal. Diógenes se puso a comer en medio del mercado, y a todo al que le preguntaba le respondía: “Me dio hambre en pleno mercado”. Algo parecido sucedió en el Ágora, donde lo encontraron masturbándose. Cuando alguien trató de reprimirlo le contestó: “¡Ojala el hambre se extinguiese si hiciera lo mismo en mi vientre!”.
Su estancia en la ciudad de Atenas estuvo llena de eventos igual de escandalosos. Asistió a una lección de Zenón de Elea, en la cual el orador habló de la inexistencia del movimiento. Diógenes se puso de pie y comenzó a caminar.
Los datos de su muerte no son precisos. Dicen que murió de un cólico, de una caída, otros dicen que se suicidó, ya que quería tener control del día y la hora de su muerte. Aunque se oponía a las ceremonias, en especial a las religiosas, en Corintio le celebraron un grandioso funeral. Le erigieron una columna en mármol de Paros, con la figura de un perro desencantado

He aquí su epitafio:

-Dime, perro, ¿de quién guardas la tumba?

-Del perro.

-¿Y quién es ese hombre, el perro?

-Diógenes.

-¿De que país?

-De Sinope.

-¿Aquél que vivía en un tonel?

-Ése. Y ahora está muerto y habita entre los astros.

Keko Zinaré

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